miércoles, 1 de diciembre de 2010

Visita a la carpintería

Corría el año 1856. El olor a tierra mojada que venía desde el fondo del patio, mientras escuchaba trabajar a mamá en el pequeño almacén, se desparramaba por todo el pasillo de la vieja casucha y llegaba, intenso, a la pieza donde dormíamos mis cuatro hermanos y yo. Como pasaba siempre, cuando me levantaba; Pedro, José y el Rolo ya habían partido a la carpintería donde trabajaban junto a mi padre, y donde alguna vez tendría que ir yo, como el destino familiar lo indicaba, y sumarme al pequeño taller. Pancho, quién se quedaba en la casa conmigo, ya había sido advertido que dentro de poco tiempo, luego de que cumpliera los doce años, al igual que los demás, comenzaría a ir a trabajar. Tengo que confesar que, en mis adentros, me deshacía de ganas de a conocer aquel misterioso taller de carpintería, pasar más tiempo con mi padre y mis hermanos, sentirme uno más del grupo. Sin embargo, casi dos años me separaban de aquel momento, y mientras tanto, tenía que conformarme con ayudar a mi madre en el almacén, aunque sólo cuando se llenaba de clientes, ya que mi tarea consistía en vigilar disimuladamente, sentado en un pequeño cajón, que nadie se llevara cosas sin pagar.
Esas mañanas, al estar en plena primavera, el olor a tierra mojada venía mezclado con el suave y delicado aroma de las flores del naranjo, árbol que nos regalaba una fresca sombra bajo la cual degustábamos, junto a Pancho, nuestro jarro de leche en el desayuno, antes de que el movimiento en el almacén creciera y solicitara nuestra presencia. A decir verdad, mi hermano Pancho no era un muchacho muy inteligente, era de esas personas que hablaban todo el tiempo, de esos que en el barrio se los conoce como los “seca boina”; pero no era mal tipo, para nada, sólo se volvía cansador después de un rato. Era muy curioso, siempre tenía algo que contar, algo de qué hablar, y cuando se agotaba su variada lista de temas, sin darse cuenta, o tal vez sabiéndolo, repetía lo que ya había dicho, una y otra vez, sin importarle.
Mis días transcurrían así, rutinarios, jugando con los chicos de la cuadra, entre las pelotas de trapo, las escondidas, la mancha y la rayuela. Hurgábamos por todos lados, curioseábamos entre los asuntos de nuestros hermanos mayores, soñando con aquella adultez tan esperada y los pantalones largos que tanto deseábamos. De por sí, como lo fue siempre, era una lucha constante contra el aburrimiento que nunca tardaba en llegar. “Traten de no estar allí cuando el aburrimiento los alcance”, solía decirnos el Tito, viejo rancio y añejado que vivía al lado de nuestra casa, al vernos sentados ociosos en la vereda durante las eternas tardes siesteras de verano, cuando agotábamos nuestra creatividad inventando juegos que duraban menos que el dinero que jamás alcanzábamos a ahorrar.
Las noches eran el momento donde todos los integrantes de la familia nos veíamos las caras en el transcurso del día. Ver esos rostros cansados después de tanto trabajo me generaba cierta amargura, sobre todo porque sentía que no disfrutaban de ser “grandes”, algo que tanto anhelaba, y de ese modo se arraigaba, contrariamente, ese confuso deseo de no crecer jamás y ser niño por siempre. Cuando mamá cerraba el almacén, sin tomarse ni un descanso, ni siquiera unos minutos para cambiar el aire, se internaba de inmediato en la pequeña y calurosa cocina a preparar la comida para su hambriento ejército de hombres que llegarían al rato a devorarse todo lo que hubiera sobre la mesa. Los diálogos durante la cena no eran para nada profundos ni entretenidos; es más, el que más hablaba era Pancho, al cual le terminaban comiendo su porción de comida por charlatán.
Con respecto a mi padre, puedo decir que era un hombre serio, de esos que pareciera que van transformando la experiencia en pesimismo. A medida que los años iban pasando su seriedad se petrificaba más en su cara, eternizándose; a tal punto que la arruga que atravesaba horizontalmente su frente ya parecía un surco de lo profunda y marcada que estaba. Mi relación con él no era muy fluida, tal vez por ser el menor, tal vez porque aun no era mi tiempo de ir a la carpintería, no lo se; pero no era algo que me tuviera muy preocupado. Siempre las cosas habían sido así, y eso me tranquilizaba.
De repente, perdido entre los días de una semana cualquiera, y sin que me diera cuenta, pasó eso que inevitablemente sucedería: el olor a tierra mojada llegaba desde el patio aquella mañana, mientras escuchaba a mamá atender el almacén, y yo me despertaba como de costumbre, pero esta vez las cosas habrían de cambiar un poco. Al levantarme del catre me percaté de que Pancho, como se lo habían advertido tiempo atrás, partió a la carpintería junto a mi padre, el Pedro, el José y el Rolo. Era una situación bastante extraña sentir que todo el mundo crecía, se hacía adulto, comenzaba a ir a la carpintería, y uno se tenía que quedar en la casa porque “todavía es un niño”. Aquella mañana, tomar el jarro de leche bajo el naranjo, en el desayuno, sin el relato fatigante del Pancho, fue ameno, aunque tengo que admitir que, al menos por un instante, me sentí en soledad. Puede sonar algo pedante aquel pensamiento, lo sé; es feo quejarse de que no haya nada de qué quejarse, llega a transformarse en una actitud un tanto miserable, pero no me importaba, si para el mundo aún era un niño, pues sería un niño caprichoso, entonces.
A partir de aquella trágica mañana, de la que continuaron muchas demasiado parecidas, por no decir iguales; se instaló en mí una duda que hizo que me pregunte, a la vez, porqué no me lo había preguntado antes. Se trataba del pequeño taller de carpintería. Todos hablaban de él, en mi casa todos trabajaban ahí, incluso hasta el Tito, mi vecino, solía hablar de la carpintería, ya que frecuentemente iba a trabajar también allí; sin embargo, a pesar de ello, yo no la conocía. Ni siquiera tenía idea de donde quedaba aquel anónimo lugar del cual volvían por la noche todos agotados. Tan cansados regresaban al hogar que el pequeño Pancho ya ni hablaba, simplemente devoraba su porción de alimento y se marchaba a dormir. Comencé a darme cuenta de que estaban como mecanizados, como si fuesen marionetas que se desplazaban de un lugar a otro sin siquiera decir algo, como fantasmas.
De esta manera, carcomido por esa duda, mis días comenzaron a pasar sólo centrados en aquella intriga, y como estuve en el lugar exacto donde el aburrimiento pareció alcanzarme, en un intento altruista de liberarme de él, planeé una visita a la carpintería. No había nada que me interesara más en ese momento que saber lo que ocurría allí, conocer el lugar donde tendría que en un par de años, y a la vez, poder hacer algo con todo ese tiempo que me sobraba, y que por momentos convertía mis eternas tardes en siglos.
Fue así que aquel próximo amanecer dejé intencionalmente uno de los jarros de lata que usaba para desayunar al lado del catre de Pancho, para que al levantarse, conociendo su desmedida torpeza, lo tumbe y, de ese modo, despertarme al mismo tiempo que ellos. El ruido que hizo ese destartalado jarro después de la descuidada patada que le dio el bruto de mi hermano, no solo me despertó a mí, sino que estoy seguro que hasta el mismísimo Tito lo escuchó. Suspicazmente, y previendo todo, la noche anterior me había acostado vestido; así que, inmediatamente, cuando salieron rumbo al trabajo, los seguí de manera sigilosa, procurando que no me sorprendan durante el camino. Marchaban tan dormidos, sin haberse repuesto del agotamiento del día anterior, que jamás podrían haberse enterado de mi presencia. El camino era largo, por lo menos para mí que sólo estaba acostumbrado a llegar hasta la esquina, y donde, a partir de ahí, empezaba el mundo de lo desconocido. Cruzamos la estación de tren, el correo y la iglesia, hasta que por fin los vi entrar al que, aparentemente, era el lugar. Se trataba de un pequeño galpón, rodeado de tablas de madera y aserrín, que desde afuera, a decir verdad, y si no fuera por los tablones, no parecía una carpintería. Esperé un rato allí en la esquina, estudiando atentamente los movimientos, viendo los carros ir y venir, paseándose despreocupados a esas horas de la mañana. Estaba un poco asustado, no sólo porque jamás había andado solo dando vueltas por la ciudad, sino porque sabía que si me descubrían mi padre se enojaría mucho, incluso más que de costumbre, y esa terrible arruga que de por sí me ponía nervioso, se haría tan intensa que podría llegar a explotarle la cabeza. De todas maneras, y a pesar de eso, puedo decir que mucho no me importaba, estaba decidido a quitarme todas las dudas aunque se dieran cuenta de que allí estaba, y eso lo estaba demostrando.
Luego de un tiempo que consideré prudente esperar, me acerqué lentamente hacia una de las pequeñas ventanas que adornaban las gastadas paredes de adobe del viejo y sucio taller, y espié hacia adentro. No pude ver absolutamente nada, había tanto polvillo seco, quién sabe de cuando, pegado en el vidrio, que me fue imposible mirar hacia el interior. Entonces, multiplicada mi curiosidad, y con mucho cuidado, me dirigí hasta la destartalada tabla que hacía de puerta, y entré en puntas de pie a la misteriosa carpintería.
Allí, lo primero que visualicé fueron las herramientas sobre unos enormes bancos amurados al suelo; y todas las superficies y objetos cubiertos con aserrín. El olor a madera era muy intenso, y hasta delicioso por un momento, aunque, luego de un rato, se volviera un poco empalagoso. Di un par de vueltas por el lugar, curioseé por todos los rincones, sin encontrar a nadie, no estaban ni mi padre ni ninguno de mis hermanos. Tampoco quería hacer muy ruido ni tocar nada, porque, por supuesto, no pretendía que sepan que estaba allí. Vi, sobre uno de los costados, un enorme armario, al cual me acerqué, y al abrirlo, encontré muchas más herramientas y utensilios que seguramente utilizaban en el oficio. Estaban todas las cosas desparramadas por todos lados, muebles a medio terminar, como si hubiesen estado trabajando y, de un segundo a otro, dejaron las cosas sobre los bancos y se marcharon. Es más, el mango del serrucho todavía estaba tibio. La situación comenzó a preocuparme un poco con el paso del tiempo, y la intranquilidad por ser descubierto allí comenzó a desaparecer. Estaba seguro que los había visto entrar al galpón, y contrariamente a ello, no se encontraban ahí.
Un poco ansioso, tal vez, dudando sobro qué hacer, si volver a casa o esperar un rato más allí; me senté en un pequeño banquillo, y me quedé un rato así, observando un trozo de madera que había encontrado en el piso, mezclado entre otros, que a pesar de su forma de retazo, de sobrante, me llamaba la atención. Lo miré un largo rato intentando descifrar qué podía llegar a retratar su figura y, cuando ya comenzaba a aburrirme y estaba a punto de marcharme, escuché una carcajada bastante cargosa y un grupo de risas que, al instante, la acompañaron en forma de coro. “¿De donde viene aquel murmullo?”, me pregunté enseguida. Revisé debajo de los enormes bancos de trabajo, me asomé hacia fuera, pero no había nadie en ningún lado. Seguí husmeando, curioso, y así fue que encontré, tapada por el polvo que inundaba todo allí adentro, una pequeña puerta en el suelo, medio escondida, al costado del enorme mueble en el que se guardaban las herramientas, como si fuese una especie de recoveco oculto que conducía a un supuesto sótano. Al principio tuve un poco de miedo, pero a esa altura, nada era suficiente para acobardarme. Por lo tanto, valientemente la abrí, despacio, con cuidado, y descendí la tenebrosa escalerilla sin barandas que me llevó a un oscuro pasillo subterráneo, el cual se extendía unos cuantos metros, y en su pared final me mostraba otra puerta. Sin dudarlo, y con pasos largos pero lentos, atravesé el angosto pasadizo, teniendo cuidado de no tocar las paredes, y a medida que avanzaba, escuchaba más cerca y fuerte lo que antes eran risas y ahora voces que murmuraban, sin entender bien lo que decían.
De golpe, la duda me invadió. Si. Esa maldita duda que llega en el momento menos indicado, cuando uno está a mitad de camino. Me encontraba frente a esa puerta que pedía a gritos que la abra, a oscuras, agitado, y escuchando las voces que cuchicheaban del otro lado. Levanté mi mano derecha de manera un tanto insegura y tomé el frío picaporte redondo de bronce que, como si fuera un imán, no me dejó soltarlo. Aguardé unos minutos así y, lentamente, lo giré tirando, con un poco de fuerza, hacia mí, mientras la enigmática puerta se abría suavemente, permitiendo que unos perezosos rayos de luz golpearan contra mis ojos. Una tenue claridad roja iluminaba la habitación que continuaba al estrecho pasadizo del cual la portezuela me separaba ahora. Di unos pasitos temblorosos, asomándome silenciosamente, y allí, por fin, los encontré. Había una larga mesa de una forma un tanto rara, adornada con firuletes en las puntas, como si fuera de un estilo gótico o algo así; rodeada con sillas de respaldo alto, de forma similar. Allí estaban sentados mis hermanos, mi padre, y, en la punta de la misma, un anciano que nunca antes había visto. Parecían charlar distendidos, riendo de a ratos, mientras bebían algo en unos copones inmensos, un líquido rojizo que, de primer impresión, me pareció que podía tratarse de vino tinto.
Estuve a punto de marcharme, a esa altura había curioseado y visto mucho más de lo que pretendía, teniendo en cuenta que mi intención era solo conocer la carpintería; pero, movido por la adrenalina, no lo hice. Sigilosamente me escabullí entre unos enormes cajones que descansaban en los laterales del cuarto, intentando acercarme para ver de cerca al desconocido hombre que presidía la reunión, y además, escuchar de que hablaban tan entretenidos. Fue así que, en un intento excesivo y desmedido de acercarme lo más posible a la mesa, me llevé por delante una especie de vara de hierro que estaba apoyada en una de las paredes, y no tardé en ser descubierto. Me arrepentí tanto de no haberme ido antes, que la sensación es intransmisible: ya era demasiado tarde, no había forma de volver atrás.
Cuando mi padre me vio ahí parado, inmóvil, petrificado como cualquiera que es descubierto en una situación prohibida, hizo exactamente lo mismo. Se quedó boquiabierto, sorprendido por mi inesperada presencia en aquel depósito subterráneo, y no dijo palabra alguna. Mis hermanos, al igual que él, me miraron serios, atónitos, sosteniendo sus copones llenos de la enigmática sustancia roja. A su vez, el viejo, mostrando su molestia en la furiosa mirada que me dirigió, apenas movió la cabeza contrayendo filosamente sus gruesas y canosas cejas. Ahora que lo veía bien, completamente vestido de blanco, pude observar que estaba lleno de cadenas doradas en sus muñecas, mientras le colgaban de ellas unas piedras muy brillantes, del mismo modo que en su cuello, donde los grandes eslabones caían hasta su estómago. Era extremadamente tenebrosa toda la escena, por lo que, abandonando mi rudeza, empecé a llorar despacio, mientras la angustia me mordía la garganta y las tímidas lágrimas rodaban por mis mejillas como una especie de súplica.
Permanecí un instante allí siendo el blanco de sus sorprendidas miradas y, sin recibir ninguna orden ni mandato, de inmediato, mis hermanos y mi padre se acercaron a mí. Ilusamente abrí mis brazos, tranquilizándome un poco, buscando un abrazo como símbolo de disculpas, pero no pasó nada de eso, sino que, entre los cinco, me tomaron y me arrastraron a una especie de jaula donde me encerraron. Mis gritos y mis pedidos de piedad no fueron suficientes para ablandar sus corazones. Sabía que había cometido un error, una travesura, pero jamás pensé que podría ser para tanto. No entendía que sucedía, el viejo reía con mucho sarcasmo, soltando carcajadas monstruosas que lo único que hacían eran estremecerme y asustarme más todavía. Y en ese momento fue que pasó lo que jamás esperé, algo que nunca pensé que podría llegar a suceder, pero que le daba sentido a todo lo que había ocurrido desde que entré a ese lugar. El anciano tomó una especie de bastón, se puso de pié, y se acercó lentamente, con un movimiento jadeante, hasta la jaula donde me tenían prisionero; cerró los ojos y, levantando sus arrugadas manos, comenzó a hablar en un idioma extraño. Un viento salvaje irrumpió en el lugar, arrastrando todo, como si fuera una especie huracán, y unas alas de gárgola empezaron a salirle de la espalda mientras unos cuernos negros brotaban de su mollera. Luego de la horrible metamorfosis, el viejo ya no era un moribundo hombre con problemas para caminar, sino que ahora era el mismísimo demonio. Estaba ahí, delante de mí, con su macabra dentadura punzante y sus ojos enrojecidos, penetrantes. A su vez, mi padre y los demás, lucían, detrás de él, unas túnicas negras con unas capuchas gigantes que apenas permitían que se vieran sus rostros. De a poco comenzaba a entenderlo todo: mi familia era un grupo de gente que practicaba la magia negra, utilizando la carpintería como fachada de su terrible actividad. Mientras todo eso pasaba, yo no podía dejar de pensar qué harían conmigo ¿Me matarían? ¿Me sacrificarían? ¿Me transformarían en uno de ellos? No lo sabía, pero estaba aterrado.
A continuación, el diablo abrió la jaula y me hizo señas de que saliera. Obedecí sin vacilar, abandonando la celda despacio y asustado. En ese momento recordé que, en una de las charlas que ocupaban mis tardes de ocio junto a mi amigos, uno de ellos había dicho que si el diablo le besa la frente a un niño lo convierte en un ángel negro, al cual usará luego para cometer todas sus fechorías y crímenes en la tierra. Fue así, como me lo habían contado, que Lucifer tomó mi cabeza con sus garrudas manos y acercó sus escalofriantes labios para apoyarlos en mi frente. Observé, mientras tanto, que uno de mis hermanos ya tenía entre sus brazos una pequeña túnica, que seguramente estaría destinada para mí. Era el destino familiar, tal vez. Sin embargo, y a pesar de los intentos de lo esperado, el destino me tenía una última y verdadera sorpresa. Antes de que el demonio me besara finalmente la frente, un olor a tierra mojada inundó la habitación, del mismo modo que solía ocurrir en las mañanas, y una luz blanca resplandeció encandilando a todos, incluso a mí mismo, materializándose, allí, una mujer. No pude verla bien al principio, ya que quedé cegado por la brillante luminosidad con la que nos destelló a todos. Era una mujer rubia, con una sonrisa fresca y unos ojos verdosos que, al mirarlos, uno se sentía acariciado por la brisa del mar en otoño. Pude sentir como me relajaba, me distendía, a pesar de estar tomado todavía por las garras del diablo. No hizo falta que dijera nada, suspiró un par de veces, sonrió e hizo unos pases mágicos en el aire con sus manos, e inmediatamente comenzaron a brotar flores de diversos colores, y bellas plantas, del suelo y las paredes. Todo se llenaba de verde, de aromas dulces y embelesadoras fragancias florales. Fue muy hermoso esto último, experimenté una falta de preocupación tan radiante que me fue inevitable no hundirme en un profundo y extasiante sueño, como si flotara en el cielo, sobre las nubes, deslizándome entre locos arcoiris y el aroma del naranjo que, inmutable, me espera siempre en el patio de mi casa.
El olor a tierra mojada venía desde el fondo del patio mientras escuchaba a mamá trabajar en el almacén, invadía el pasillo y llegaba a mi modesta habitación. Experimentaba esa mágica sensación que la cotidianeidad no se resignaba a dejar de regalarme y, conociendo de qué se trataba la cosa ahora, sonreí acurrucado, hecho un bollo, entre las mantas, en la cama. Mi hada madrina estuvo siempre conmigo, desde el primer momento. No podía menos que reventar de felicidad. Descubrí que sólo se trata de buscarla, porque siempre está, en un perfume, en una canción, en un sabor, o en cualquiera de las cosas sencillas de la vida. Esa mañana tomé mi jarro de leche bajo el naranjo, como lo hacía siempre, y me fui a jugar a la pelota con mis amigos de la cuadra, tranquilo. Ya no tenía de que preocuparme, el destino todavía tenía que ser escrito.

(Dedicado a mi Hada Madrina. Todos tenemos una por ahí).

sábado, 30 de octubre de 2010

El Ojo LLorón

Me llora el ojo izquierdo. Si, me llora desde hace un par de días, y no quiere parar. Tengo que confesar que es algo bastante molesto, aunque ya me haya acostumbrado un poco a esa pequeña lágrima que no deja de brotar y caer suavemente por mi mejilla. Uno tiene esa mala costumbre de acostumbrarse a todo, y lo peor es que, al acostumbrarse, no se hace nada, se sigue viviendo como sin problema alguno. ¡Bah! Es una forma de decir eso de “sin problema alguno”, porque este ojo llorón, a pesar de ser un simple ojo, se trae de las suyas.
Hacía mucho tiempo que no lloraba, tal vez meses; a lo sumo una pequeña acumulación de lágrimas viendo el final de una película, no más que eso. Lo cierto es que no soy un tipo muy sensible. Bueno, en realidad no sé que es “ser un tipo sensible”, lo ignoro, porque conocí tipos que se autodenominaban sensibles y resultaron ser fríos como pedazos de mármol a la sombra. En el fondo, pienso que la sensibilidad no tiene nada que ver con las señales corporales y los gestos, porque sostener que es así sería como decir que mi ojo izquierdo es más sensible que el derecho, es decir, algo totalmente erróneo.
Todo comenzó cuando una mañana me desperté y estaba toda la almohada mojada. Me asusté un poco al ver ese manchón de agua sobre la funda, se me pasaron mil cosas por la cabeza, pero enseguida sentí una gota escurrirse por mi cara, y llevando una de mis manos al rostro, me percaté del llanto de mi ojo izquierdo. Lo primero que hice fue correr al baño y mirarme en el espejo, así que me puse las pantuflas y con pasos cortitos pero ligeros crucé el pasillo con energía. Ahí fue cuando lo vi, y al mismo tiempo se vio él, era mi ojo, por supuesto. Estaba hinchado, enrojecido, medio avergonzado, tal vez, por mostrar sus tristezas sin pudores, y no paraba de largar lágrimas. Me dije para mis adentro “¡Debe ser una especie de alergia, ya se pasará!”; pero me equivoqué, y lo peor de todo es que ni siquiera sospechaba de qué se trataba.
Con el paso de las horas, ese mismo día, me empecé a poner un poco nervioso. No podía usar mis lentes para leer, ya que se me empañaban al instante. Y, al terminar el día ya había usado dos paquetes de pañuelos descartables secándome los párpados, y todos mis pañuelos de tela, servilletas y repasadores estaban colgados al sol, escurriéndose, totalmente empapados. Era una especie de caos, porque ya no sabía si se trataba de una impresión mía o si realmente el ojo lloraba cada vez más. Lo cierto es que esa primera noche no pude dormir, las lágrimas eran expulsadas con tanta presión que parecía que la pequeña bolilla blanca iba a salir expulsada por el aire. Estuve un tiempo intentando conciliar el sueño, pero me fue completamente imposible, y fue en ese momento donde me desesperé, y donde pasó lo más extraño de esta historia.
Me levanté encolerizado, encendí la luz, y chiflado, lo primero que pensé fue cauterizarme el lagrimal, y terminar con esto de una vez por todas; por lo que encendí una de las hornallas de la cocina, puse una cuchara de té a calentar, y me senté a esperar que el metal se pusiera al rojo vivo, mientras la remera de dormir se me mojaba con el llanto constante que no cesaba.
– Pará, pará, pará… ¿Estás loco, vos? – dijo el hinchado y, a esa altura, deformado ojo, a través de sus párpados.
– Ehhhh!!! ¿Quién habla? – pregunté desorbitado, sin entender de que se trataba.
– Soy yo, tu ojo – contestó enseguida, y siguió diciendo – ¿Qué pensás hacer? ¿Acaso pretendés apoyar esa cuchara caliente sobre mi lagrimal? Evidentemente sos un incomprensible.
– Pero… pero... – era lo único que podía decir. No entendía absolutamente nada de lo que estaba pasando.
– “Pero… pero…” ¡Nada! – dijo enojado el ojo – ¿No te das cuenta que estoy triste? ¿Podés entenderlo eso?
– Si, por supuesto que puedo entenderlo, pero… ¡Sos un ojo!
– ¡¿Y qué?! ¿Acaso no podemos estar tristes los ojos? – respondió afligido, esta vez ya con la voz quebrada, y de inmediato empezó a llorar más violentamente, y a los gritos.
– Bueno… bueno… bueno… tranquilizate – le decía, pero el ojo no paraba de llorar y de gritar.
– ¡¡¡Buaaaaaah…!!! ¡¡¡Buaaaaaaah…!!! ¡¡¡Buaaaaaaaaah…!!!

El ojo siguió llorando un rato, y yo sólo me quedé quieto en aquella silla de caño, boquiabierto. Esperé conmovido, mientras escuchaba la angustia que desprendía el pequeño ojo sufriente, hasta que, por fin, espetó:
– ¡¡¡¿Por qué se fue???!!!
– ¿De quién hablás?
– De ella. Sabés de quién te hablo.
Y en ese momento una angustia tan grande invadió mi garganta, que llegó a dolerme. Tal vez por algún proceso defensivo de mi propia mente, lo había olvidado, lo había quitado todo de mi memoria, sin embargo, su recuerdo nunca dejó de estar allí, nunca pudo ser removido del todo; y el ojo lo sabía perfectamente. La belleza de ella alguna vez estuvo proyectada en su retina, y hoy ya no estaba, hoy aquella imagen era inaprensible por la mirada del pretencioso y zurdo ojo.
– Lo sé, ojo… lo sé… – le contesté, mientras apagaba la hornalla y, en un impulso altruista de comprensión y empatía hacia él, apagué las luces y me metí en la cama sin decir una palabra más.
Mi ojo, aún hoy, la llora; si, la llora desconsoladamente. Nunca más volvió a hablar, ni nada parecido. Aunque, en aquellos días que se parecen a su ausencia, silva bajo un nostálgico tango en su memoria, mientras yo me relajo y me pierdo en aquellos engramas de lo que alguna vez fue, sabiendo, incluso, que no se puede vivir de recuerdos, pero reconociendo, en esa melodía de cuatro cuartos, lo lindo que es recordar.

sábado, 31 de julio de 2010

Déjà Vu

(Una historia que ya había sido escrita)

Fue todo muy “loco”. Todavía retengo esa insidiosa sensación que me produjo el fenómeno, sin saber todavía si fue real o, en verdad, todo lo inventó mi mente. Quedé helado, y no sólo por el frío que hacía, sino también por el efecto de la sorpresa que la realidad me presentaba frente a los ojos, pegándome en la cara a puño cerrado, agresivamente, sin piedades. No podía dejar de preguntarme “¿Qué había pasado precisamente en ese momento?”, intentando reconstruir los hechos en mi consciencia, y fracasando en cada prueba, en cada ensayo. Por lo que me relajé, sentado allí, en aquel banco de plaza carcomido por el paso de los años, encendí un pucho, y me propuse empezar por principio.
La avenida se perdía, a lo largo, en un horizonte demasiado humano, entre los edificios; y yo caminaba rumbo Este mientras el viento frío me soplaba, violento, en el rostro, cuando la vi; si, la vi ahí, perdida entre las letras de un pequeño libro de tapa celeste. Mis manos se helaban, temblorosas, en los bolsillos agujereados de mi vieja y gastada campera a cuadros, a la vez que aquel hermoso sólo de piano mozartiano resonaba en mis oídos, acompañando el paisaje urbano que, loco, chiflado, indomeñable, se levantaba a mi alrededor al estilo de un cuadro fauve. La gente iba y venía, yo me escurría líquidamente entre esos cuerpos avinagrados por las injusticias de sus propias realidades, y ellos me esquivaban como respondiendo a un reflejo filogenético y automático característico del animal de ciudad; así se movía ese microcosmo metropolitano invernal, infernal, de cemento, ruidoso, humeante y devastador.
Como decía, yo caminaba rumbo Este por la vereda de la ancha e imperiosa avenida, cuando la vi. Era hermosa, la muchacha más linda que jamás el ojo humano hubiera podido contemplar alguna vez. Estaba sentada, leyendo, en un viejo banco en la plaza, con su cabello prolijamente peinado y cruzada de piernas, luciendo una fina campera blanca de hilo y un par de botas de cuero. El frío intenso, que la brisa transformaba en cuchillos, penetraba entre los ropajes haciendo que uno se retorciera, impresionado, casi dolorido; y sin embargo ella estaba bastante suelta de ropas sin demostrar malestar por el fresco aire que no cesaba de maltratarme. No miraba nada ni a nadie a su alrededor, estaba totalmente alienada en ese montón de hojitas que sostenía entre sus manos, viajando quién sabe por qué mundo mágico .El librito era una edición de bolsillo de la colección completa de los cuentos de Allan Poe, así que, hundida en el suspenso y el terror, completamente atrapada por las palabras de éste genio, no me vio pasar, así como tampoco vio nada de lo que sucedía cerca de ella. Por el automatismo y la ligereza que toman los pasos de uno en las ciudades grandes, no me detuve, seguí de largo; y, con esa sensación extraña de haber perdido algo, avancé tres cuadras, hasta que la soga me tironeó del cuello y tuve que volver.
Encendí un cigarrillo que, al modo de una pequeña estufa, calefaccionó algunas de las bocanadas de aire al regreso, y volví sobre mis pasos, obnubilado, a ella. Al principio dudé, como algo característico de mi neurosis, no supe bien qué hacer, hasta que tomé coraje y me senté a su lado. Ella ni siquiera se percató de mi presencia allí, seguía metida en ese laberinto literario al modo de un sueño, con sus ojos amielados clavados en el papel, sin parpadear; como si fuera un ritual sagrado observarla ahí, no pude interrumpirla, me dio tanta culpa cortar su lectura que me quedé un rato sin decir nada, alucinando, hasta que por fin la exhorté:
–Hola. Disculpá que te moleste ¿Lees a Poe?
Ella me miró seria, perdida, desorientada, como si hubiese sido arrancada metafísicamente de otro plano: –Si.- me respondió, y luego sonrió mientras echó un vistazo de reojo a la tapa de su texto.
– ¿Qué cuento estas leyendo? A mí me encanta Poe, es uno de mis autores favoritos.- seguí la conversación, amigable, cruzándome de piernas en el frío banco de madera gastada, mientras sacaba otro cigarro y lo prendía con paciencia.
– Estoy leyendo “El poder de las palabras” ¿Lo conocés? Es un diálogo entre Oinos y Agathos ¡Es muy bueno!
– Claro que lo conozco. Es muy lindo cuento… ¿Me prestás el libro?- contesté extendiendo mi mano- Te prepongo un juego: yo te leo en voz alta, y después vos me lees a mí, así hasta terminar el cuento ¿Qué decís?- me quedó mirando algo pensativa, como dudando de este misterioso muchacho charlatán.
– Bueno. Si… me gustó la idea.- dijo, luego, la pecosa muchacha, riendo tímidamente, alcanzándome el pequeño manojo de papeles muy delicadamente.
Tomé el librito con cuidado, lo abrí en la página 350, y empecé a leer. Cada un par de oraciones recitadas, levantaba la vista para observarla, y le sonreía. Ella hundía la profundidad de sus ojos en mí, en silencio, como extasiada por lo que mis labios producían al leer. Y fue en ese momento cuando pasó lo que pasó. Fue tan extraño todo, como si las coordenadas de tiempo y espacio se hubieran distorsionado totalmente, donde esa loca sensación me recorrió todo el cuerpo, súbitamente, de manera violenta, entregándole a mi consciencia la certeza de lo ya vivido.
De manera repentina, la avenida despareció, y el sol ahora nos espiaba detrás de las montañas, el silencio invadía todos los rincones, y un espejado lago se extendía frente a nosotros que, acostados sobre una pequeña costa pedrosa, descansábamos relajados. Era una impresión difícil de olvidar, leyendo así, del mismo modo que como lo hacíamos en el banco de plaza, recitándonos fragmentos de Poe, escuchándonos, deleitándonos ¿Cómo podía ser posible eso? La imagen no se iba, quedaba fijada ahí, inmóvil. Ella, acostada boca arriba, y yo, transversalmente, boca abajo, dejando mi boca descansar cerca de su oído, con un estilo confidencial, exponiendo tiernamente las historias poetianas, fundiéndonos en ese relato a orillas del Lolog.
Me sentí otro, experimenté esa sensación de bienestar impoluto, mientras al mismo tiempo, no podía dejar de creerme un chiflado, y eso me preocupaba. Quedamos mágicamente atrapados en ese Déjà vu, extraviados en ese insight, sin encontrar la forma de volver a las coordenadas temporo-espaciales de las que fuimos desprendidos. Sólo quedamos los dos, y el relato poetiano sonando en el aire, engendrado por nuestros labios, por nuestras lenguas, durante un tiempo bastante largo ¿Fueron meses? ¿Años? No lo sé. Pero fue bastante, al estilo de una primavera eterna, existiendo uno sólo para el otro; aunque no suficiente. De golpe, en un instante, reaparecí en ese banco, sentado allí, solo. Me desesperé, me enojé, sentí el dolor, entristecí, me encolericé, y luego, pude suspirar, resignado. Ella no estaba ahí, a mi lado, ni su perfume de limón, ni sus ojos de miel, ni su librito de tapa celeste. Miré alrededor, quizás se había movido, pero no. La pena, al fin, brotó: ¿Habría estado alguna vez allí, junto a mí?
Así, como quien anda sin rumbo, retomé mi dirección Este, pero sin dirigirme a ningún lado ésta vez, porque la verdad era que ni siquiera sabía donde estaba yendo. Caminé, caminé, y caminé; y me perdí entre esos zombis urbanos, aceptando la miseria que me ofrecían; y fui uno más, un descorazonado, un tipo de ciudad, perdiendo mi alma, como ellos, en un sueño, en una poesía, en una melodía, o en un Déjà vu...

martes, 20 de julio de 2010

¿Será que el tiempo nos vuelve desconfiados?

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¿Será que el tiempo nos vuelve desconfiados?
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Pero ahí están. Siempre. El sol recorta sus siluetas a lo lejos, escucho sus gritos, sus risas, me están llamando; y allá voy yo, esquivando manzanas que, como proyectiles, vienen hacia mí; refugiándome entre árboles manzaneros y perales de alguna chacra vieja.
Después bailamos alrededor de un fuego tímido que quiere hacerse el incontrolable, hecho con palos, ramas secas y cualquier cosa que hubiera por ahí que se pueda quemar. No nos molesta el olor a humo, ni el barro y la mugre, ni nada. Construimos clubes, como edificios de arquitectura fantástica, perfectamente diseñados y levantados sobre cualquier álamo que nos regale una forma perfecta para ello.
Recorriendo la maravillosa “Formosa” como locos, como chiflados, en medio de un griterío, y enredados entre los cables los walkman; jugando a la bolita, y sintiendo la adrenalina de las escondidas hasta horas nocturnas impensadas, sin sentir el frío que hoy seguramente no soportaríamos; descubrimos el humo blanco de nuestra respiración agitada, aliento que se congelaba, que de a poco, con el paso de los años, se fue volviendo humo de tabaco y otras porquerías; y así crecimos juntos.
Y, añejados en la cotidianeidad, nos percatamos que hicimos “mancha con mancha”, y que ya no vale el “¡piedra libre para todos mis compañeros!”. Comenzamos a sentirnos un poco más solos en el desamparo de un mundo que logró que olvidáramos lo verdaderamente importante.
Las distancias fueron dibujando mapas. Ya no estamos en aquella cuadra patagónica y mágica, verde en las primaveras y amarilla en los otoños, que corrimos hasta el cansancio, de esquina a esquina; donde nos caímos, nos golpeamos, nos peleamos, y nos volvimos a amigar, como si nada hubiera pasado. Despacio, pero insistente, detrás de aquellas esquinas misteriosas, la vida levantó cielos que, temerosos, soñamos volar con alas de súper héroe.
Hoy, en tierras litoraleñas, en el ocaso del silencio, en la más putrefacta soledad, escucho el ruido del motor de una heladera que sufre cada vez que quiere arrancar, y el humo de un cigarro a medio terminar, me dibuja viejos recuerdos en el húmedo aire que se pasea por la habitación. Y pienso: “El mundo apesta”.
Sólo sé que daría todo, absolutamente todo, por volver a ser niño, y vivir uno de esos días de verano en mi barrio sureño; donde lo único que importaba era jugar y descubrir qué nos regalaría el día, donde salteábamos el desayuno en el apuro de volvernos a juntar. Y así pasábamos la jornada, aunque únicamente fuera pateando una pelota vieja, o sentados en el cordón de la vereda hasta que caía la noche.
Quizás allí radica la explicación. Simplemente, porque el tiempo no nos dio lo que nos prometió de chicos nos fuimos volviendo desconfiados.
Y sólo pienso en eso, muchachos.
Si hay algo en este misterioso universo que la vida me dio, fue amigos que no tienen precio, amigos que están cerca por más que miles de kilómetros nos separen, porque los llevo en mi corazón. Esas personas a las que puedo pasar meses sin verlas, y que al reencontrarlos sé que nada se perdió, que todo sigue igual que antes, como si hubiese sido ayer que nos vimos, antes de que nuestras mamás nos llamen a cenar.
Si un amigo es una misma alma que habita dos cuerpos, estoy seguro que comparto mi alma con unos seres, y los digo cada vez más convencido, de otro planeta, únicos.
Y así se despidió el profeta, diciendo: “Nunca dejes de mirar hacia el sur, allí está el tesoro, allí están tus amigos”.

A mis amigos.

domingo, 11 de abril de 2010

Almendra en el LoCo MuNDo de Luis Alberto (Spinettalandia)

Almendra despertó esa mañana como pocas veces lo había hecho en su vida. La energía brotaba a borbotones desde el interior de su cuerpo, sentía una inmensa necesidad de moverse, de hacer algo, le era imposible quedarse quieta: estaba hiperquinética. Así fue como, animada, se levantó de la cama de un salto, preparó unos sabrosos verdes amargos, y puso su disco favorito a todo volumen. Se trataba nada más ni nada menos que de “Alma de diamante”, el primero de Spinetta Jade, del año ’80. Era sensacional verla bailar y cantar a los gritos, revoleando su cabeza llena de rulos, totalmente desinhibida, como si estuviera arriba del escenario junto al flaco. Todavía en camisón, cerraba los ojos y, tomando el mango de la escoba como simulando un micrófono, entonaba esas hermosas canciones como si fueran suyas, como si ella las hubiese escrito, montando una escena que un religioso calificaría de sagrada, reflejando en su rostro la gran satisfacción que le producía escuchar cada acorde en sucesión.
Movida por esa intensa motivación, comenzó a limpiar su despelotado departamento ubicado en las afueras de la inmensa ciudad, en el bajo Belgrano. Al ritmo de esas guitarras locas y poesías psicodélicas, movía el escobillón por todos los rincones, pasaba un trapo por el piso, lustraba las superficies visibles de sus muebles de madera algarrobada, y demás. Más o menos a la quinta repetición del disco, se puso a quitar la suciedad de su cocina, donde había grasa históricamente acumulada en las paredes de su horno. Y así, sacudiendo los brazos de manera violenta, en un intento altruista por despegar la sustancia lipídica adherida durante décadas a esa chapa, fue como, en un impulso de curiosidad, describió una puerta en la parte trasera del viejo artefacto de cocina. Tocó despacio con su mano izquierda, empujando suavemente, y lentamente, a consecuencia de la mugre pegada en los bordes, se abrió la pequeña escotilla. No sabía bien que era lo que había del otro lado, costaba discernir desde allí, así que atravesó la pequeña cavidad metálica que simulaba un túnel de chapa, y salió del otro lado, con la rejilla amarilla en su mano derecha y todavía en camisón.
Era un lugar extraño. Se dio cuenta de que su horno era un portal que conectaba el mundo real con una dimensión paralela. Avanzó un par de pequeños pasos, asombrada, obnubilada. No podía salir de su sorpresa, observaba todo, sus cinco sentidos estaban estimulados la máximo, percibiendo cualquier mínima alteración que tuviera lugar a su alrededor. De repente, empezó a escuchar un quejido, un llanto muy triste; tan melancólico era ese lamento que sus ojos se llenaron de lágrimas rebeldes. Se propuso averiguar de donde venía ese sollozo, y enseguida se percató de la presencia de una pequeña niña sentada en un viejo tronco a orillas del río púrpura, que bajaba desde las colinas doradas al mar silencioso, iluminada por los tres soles que apenas estaban saliendo; ya que era el amanecer en aquellas tierras. Se acercó despacio, un poco asustada, otro poco intrigada.

- ¿Que te sucede, pequeña? – le dijo con un hilo de voz a la nena, que se cubría el rostro son las rodillas y no dejaba de llorar – ¿Puedo ayudarte en algo? – insistió, al no recibir una respuesta por parte de la mocosa.

En ese momento, la niña se descubrió la cara, mirando a Almendra como suplicándole que la ayude. Sus ojos estaban destruidos, negros, su rostro lleno de cicatrices y manchas, su tez extremadamente pálida y, en combinación con su cabello completamente revuelto, creaban una imagen similar a la de una persona que ha sido acariciada por la muerte. Su mirada era tétrica, impactante, profunda, avasalladora.

- Necesito dormir – dijo la joven mujercita casi sin poder hablar. – hace años que no lo hago… esto es como estar muerta.

- ¿Por qué te sucede eso? – siguió Almendra, sin entender que era lo que sucedía. Esa muchachita le daba miedo, pero lograba disimularlo.

- … no puedo dormir. Yo solo quiero jugar sobre la alfombra, pero este sueño me cala tan profundo en el alma que ni mis amigas, las hadas, me soportan ya; y estoy muy sola. – siguió diciendo mientras rompía en llanto, desesperada.

-Esperá, esperá… no llores! – suplicó Almendra – ¿Podrías explicarme donde estoy? – preguntó enseguida – ¿Qué es este lugar?

La niña se cubrió la cara sin decirle nada, y siguió llorando, desconsolada. Almendra se quedó en silencio, sin saber que decirle a la triste niña que hablaba cosas sin sentido. Allí permanecieron un largo rato, mudas las dos. En ese momento, mirando el cielo, se dio cuenta de que ahí había un grupo de niños haciendo algo, pero no podía ver bien de que se trataba.

- ¿Qué hacen esos niños allí arriba? – preguntó Almendra, un tanto aturdida por todo aquello.

- Son los niños que escriben en el cielo. – le respondió la nena, dirigiendo su horrorosa mirada al firmamento. – yo fui uno de ellos alguna vez, pero logré liberarme. Starosta, el idiota, el tirano más grande de este lado del universo, los tiene esclavizados, obligándolos a escribir poesías, y robándoselas luego, para leérselas al Dios de la adolescencia, obteniendo grandes beneficios de ese imbécil y prepúber espectro. – confesó, seria, la pequeña.

- …eh!? …Starosta, el idiota?! … el Dios de la adolescencia?! ¡Esto es un disparate!

- Si, así es. Starosta llegó un día, así, de la nada, del mismo modo que llegaste vos, y transformó este lugar, que era un verdadero paraíso, que era pura poesía; en las tierras de su tiranía. Obtuvo poder gracias al Dios de la adolescencia, dios que fue echado de la Comunidad de los Dioses justamente por carecer de virtudes divinas; y puso al servicio de Starosta, su único admirador y creyente, todas sus energías.

- ¿Cómo puede ser eso posible? – se indignó Almendra. – ¡Hay que hacer algo! ¿No hay nadie que pueda enfrentar a este tipo y a su Dios?

- Sólo hay una sola persona que puede liberar a esos niños y salvar nuestro mundo, y ese es el Capitán Beto. Pero hace quince años huyó de aquí en su nave de fibra hecha en Haedo, y nunca más volvió. Él es el amo de los amos en el aire. Fue obligado a exiliarse por el deseo mismo de Starosta. Un hombre tan noble como él le era peligroso.

- ¡Hay que ir a buscarlo! Ese idiota de Starosta no puede seguir saliéndose con la suya, pobres esos pequeños poetas – exclamó Almendra, exaltada.

Así fue como se paró sobre aquel inmenso tronco, a orillas del río púrpura, y buscando el punto más alto del lugar, divisó una inmensa montaña a lo lejos. Le exigió a la pequeña que la acompañe, y ambas, junto a Beto, salvarían a eso niños poetas oprimidos, y harían que todo vuelva a ser tan dichoso como antes. La muchachita se secó las lágrimas, sonrió mostrando su descuidada y horrible dentadura, y partieron las dos, caminando al a par, en dirección a la gigantesco monte.

-¿Qué es este lugar? ¿Dónde estamos? – preguntó, Almendra, una vez más, curiosa, intentando ubicarse espacialmente. La niña nunca le respondió, y silenciosa, haciendo como si nunca la hubiera escuchado, caminaba a su lado indiferente. Almendra la miró como obligándola a que le de una respuesta, pero fue inútil. Así, calladas, siguieron su camino.

A medida que avanzaban en su marcha, el clima comenzaba a tornarse más frío y húmedo, los huesos dolían, el viento hacía cosquillas que torturaban sus sistemas nerviosos, los pasos se hacían más lentos, en fin, la idea de volver a las colinas doradas comenzó enseguida a hacerse sentir. Pero las valientes mujeres no dieron ni un solo paso atrás, estaban convencidas de que había que terminar con Starosta y sus injusticias, y eso fue lo que les dio la fuerza para, después de siete días de caminata, por fin, llegaran a la base del gigantesco monte, en las lejanas playas del ánimus. Hacía mucho frío allí; tenían hambre, sueño y elevado malestar. Si bien debían subir esa gigantesca montaña de piedras y tierra, primero había que cruzar un gran canal de aguas inquietas, violentas y correntosas, por lo que desfilaron de una orilla a la otra, a través de unos puentes amarillos que colgaban, viejos, pero resistentes. Estaban aniquiladas, así que, una vez allí, se acurrucaron detrás de unas rocas y se quedaron un rato esperando que se les pase el frío. Almendra durmió un poco; la pequeña niña, en cambio, no pudo.
Habían pasado un par de horas, ya estaban a punto de comenzar el ascenso, cuando de repente escucharon unos pasos acercarse de a poco. Se quedaron quietas, temblaban.

- ¿Qué hacen por aquí, muchachitas? – dijo, de golpe, una voz añejada por el maltrato del tabaco y el vino.

- Estamos buscando a Beto – respondió Almendra, seria, abrazando a la niñita.

-No temas, mujer – adujo el anciano, acompañado por tres hombres más jóvenes que él – no te haremos daño. Beto descansa en la cima de esta montaña desde hace más de quince años, triste, ermitaño, sin ánimos de recibir visitas. Me presento, soy Fermín, el hombre dirigente, y juntos nos hacemos llamar “Los Socios del Desierto”.

-Mi nombre es Almendra...

-… y yo me llamo Ana… – la interrumpió la niña que sufría de insomnio.

- ¿Ustedes nos podrían llevar a ver a Beto? – preguntó Almendra a los socios del desierto, casi suplicándoles.

- Yo no quiero comprometer al capitán – dijo el anciano que los lideraba – él habita en la cumbre y nosotros en la base, tras previo acuerdo de no invadirnos, ya que nosotros, como él, también fuimos exiliados a la fuerza por Starosta. Pero… para qué buscan a Beto?

- Queremos, justamente, destronar a Starosta – sostuvo Almendra con decisión y firmeza – Este lugar tiene que volver a ser poesía.

Los hombres se miraron entre sí, asombrados, como desencajados por lo dicho por Almendra, y enseguida se comprometieron con la causa, uniéndose al grupo. Comenzaron allí mismo el ascenso a la cumbre del gigantesco monte rocoso, en las lejanas playas del ánimus, convencidos de lo que hacían, orgullosos.
La subida fue larga, tediosa, pero consumada al fin. Trabajaron todo el tiempo en equipo, ayudándose unos a otros, sin pensar en ningún momento en echarse atrás. Desde arriba se veía absolutamente todo aquel maravilloso lugar, era grandioso; y justo en la esquina opuesta del tablero, se ubicaba el gran y monumental castillo del idiota Starosta, las nubes negras de lluvia ácida, la falta de animales, la extinción de la vegetación, los lagos secos, los esclavos, etc.; valga la redundancia, la imagen del imperio de un idiota.

-Aquí está – dijo Ana, señalando su gran nave hecha de fibra. Todos, enseguida, se acercaron a observarla. Habían escuchado por demás hablar de ella, pero nunca la habían visto. Ahora no había dudas, la nave era real; y el capitán Beto, el único que podía liberar a aquellos niños escritores y eliminar a Starosta, de una vez y para siempre.

En ese momento se escuchó un ruido dentro del inmenso aparato volador, como que alguien se movía allí en el interior. Todos se alejaron un poco de su alrededor, y la escotilla de la nave se abrió lentamente, como agregando suspenso, dejando ver descender de la misma a un hombre obeso y calvo, que apenas podía caminar. El olor a fritura, inmundo, que salía de allí adentro, es totalmente indescriptible, el asco y las arcadas se producen instantáneamente de solo pensar en él. Con un poco de cara de dormido y aspecto de modorra, este individuo venido a menos, con aspecto degradante, quedó mirando a los intrusos que, sorprendidos, no se animaban ni a parpadear, no emitían vocablo; esperando que alguien se animase a decir algo. Prendió un cigarrillo, les dio la espalda, y comenzó a orinar sin ningún tipo de pudor frente a ellos. Se tomó su tiempo en ese trámite, mientras los miraba de reojo, sosteniendo el pucho en uno de los extremos de su boca. Luego, acomodándose sus ropas plateadas, acercándose lentamente al grupo de extraños, entrecerró apenas sus ojos, tomó el cigarro con su mano izquierda y se sentó en una inmensa roca frente a ellos. – ¿Quiénes son ustedes? ¿Que quieren? – dijo, seco, con una voz arruinada, producto del vicio que tenía al tabaco de mala calidad que fumaba.

-Mi nombre es Almendra – dijo la muchacha, mientras su camisón celeste con voladillos blancos flameada al ritmo del frío viento de la montaña, dando un paso adelante, adelantándose a cualquiera de los integrantes del grupo que quisiera también tomar la iniciativa. – vinimos a buscarlo ¿Usted es el famoso capitán Beto?

El hombre miró el cielo. Luego se puso de pie (con dificultad), dio media vuelta e hizo un par de pasos, alejándose. Se quedó un momento de espaldas, en silencio y respondió – ¡No! Vayansé. Beto murió hace tiempo.

- ¡Beto! ¿Qué decís? Estas mujeres vinieron caminando desde el río púrpura, las colinas doradas y el mar silencioso, a buscarte ¿Cómo vas a decirles eso? ¿Dónde quedó aquél héroe desterrado que juró volver algún día y traer la dignidad nuevamente a su tierra? Quieren destruir a Starosta, nosotros nos sumamos… pero te necesitamos… – dijo Fermín, el líder de los socios del desierto, que conocía bien a Beto desde su temprana juventud.

Beto se acercó nuevamente a ellos, esta vez con una expresión avasallante de tristeza en su rostro, casi a punto de romper en un llanto inconsolable - ¿Me ves? Ya no soy aquel hombre superhombre que pregonaba la justicia incansablemente, que hacía lo que tenía que hacer. Starosta ganó. Me retiró a los límites, al igual que ustedes. Me robó mi anillo, asegurándose que jamás volviera… y lo logró. Ya no hay formas…

- … cuando me hablaron del Gran Capitán Beto, creí que se trataba de un semidios, de un titán… pero veo que se trata nada más que de un cobarde – lo interrumpió Almendra – vámonos de acá, vamos nosotros solos a hacer lo que hay que hacer – y se largó sola a descender la montaña, decidida a cruzar el gran tablero de ajedrez para llegar, así, a la gran fortaleza de Starosta, y hacer justicia por sus propios medios. Los demás, sin decir nada, la siguieron. Beto encendió otro cigarro y se quedó allí, apoyado en su inmensa nave, pensativo.

El viaje fue largo, eso es innegable. Después de pasar horas allí, Almendra, Ana y los socios; en las banquinas de las rutas argentinas, y con sus dedos súper ateridos de tanto esperar a ese auto que los lleve; a diferencia de la canción, el hombre que nunca venía, pasó. Pasó, los vio, frenó y los subió (sabía que llevaban buenas cosas). Pasaron meses allí arriba, hasta que, por fin, llegaron. Fue extraña la sensación, casi no sentían sus piernas, un bello abril los recibía. – Ya estamos acá – dijo Almendra. – es hora de terminar lo que empezamos ¿Entramos?

- Pará, piba ¿Vos querés entrar así, como si nada? Allá adentro está el tirano más grande que estas tierras jamás halla conocido – le advirtió uno de los socios del desierto, uno de esos tres muchachos que no hablaron en toda la historia. – Sacó entonces, del bolso que colgaba de su espalda, dos pistolas 9 mm., una escopeta recortada de doble cañón, un rifle de caza y un fusil automático ligero argentino, medio baqueteado; y los repartió – Ahora es otra cosa – dijo enseguida, riendo a carcajadas, y disparando al aire totalmente desencajado (ese hombre no estaba bien).

Ensayaron un rato disparándole a unos árboles secos que se encontraban en las cercanías del gigantesco castillo y, una vez que lograron manejar más o menos bien cada uno su arma, sobre todo las mujeres, se enfilaron en busca de la cabeza de Starosta.
Sin embargo, cuando estaban a punto de enfrentarse con los guardias que vigilaban la entrada, Ana se detuvo mirando algo extraño que se movía allá arriba, en los cielos. – Es Beto, es Beto… ¡Vino a ayudarnos! – gritó enseguida, contenta, disparando con su 9 mm. para que el resto se percate de lo que decía. Todos llevaron su mirada al infinito, y era verdad, era su nave la que se movía por los aires haciendo las inconfundibles piruetas que llevaban su sello personal. Así, entonces, movidos por la presencia de “el Capitán”, abrieron fuego, y entonando un violento sapucay, penetraron las murallas que rodeaban la residencia de Starosta. Nadie los podía parar, eran invencibles. Avanzaron de a tramos, tomando rehenes y ejecutando a aquellos que se interponían en su camino. Hay que admitir que la cosa no fue sencilla, pero lo lograron. Llegaron ilesos a encontrarse tête-à-tête con Starosta, quien, no dispuesto a renunciar tan fácilmente a su trono malogrado, metió a “los niños que escriben en el cielo” dentro de un gigantesco horno panadero (ensoñado), amenazando con calcinarlos en un segundo si no tomaban, todos, la iniciativa de abandonar inmediatamente sus intenciones. Estaba solo, sin nadie. Ni su Dios de la adolescencia se quedó junto a él, éste huyó inmediatamente cuando se enteró lo que estaba sucediendo.

-Starosta, estás acabado – dijo Almendra, apuntándolo con su FAL – todo el odio y la maldad que sembraste dejará de dar frutos hoy mismo. Sacá a esos nenes de ahí y entregate, esto no es un intento de negociación, es una orden.

Starosta empezó a reir con una típica carcajada de villano – ¡La extranjera cree que puede intimidarme! … pero que ilusa. – gritó iracundo, presionando la perilla que libera el gas, demostrando que era capaz de cremar vivos a esas pequeñas almas si no abandonaban rápidamente el lugar.
El gas había comenzado a salir por las válvulas, pero por más que el tirano no encendiera la llama, los niños iban a morir igual, asfixiados, intoxicados por aspirar la sustancia volátil. Almendra comenzaba a ponerse nerviosa, no podía contener esas inmensas ganas que tenía de dispararle en medio de la frente. En ese momento se escuchó un sonido raro que venía de afuera, un sonido agudo que obligó a todos a taparse los oídos, ya que era totalmente insoportable. Se hacía más intenso, se acercaba. Y de repente: “¡Boom!”. Traspasando una de las paredes de la habitación, entró la nave del capitán, salpicando pedazos de ladrillos, revoque y arena para todos lados. La escotilla se abrió y, dando un salto por los aires, como nadie hubiera podido imaginarlo, Beto se abalanzó sobre Starosta, tirándolo al suelo, y comenzó a darle golpes de puño en la cara. Tomó la mano izquierda del idiota y le quitó el anillo que, por más de quince años, le había sido expropiado. Mientras tanto, Almendra se precipitó y liberó a los niños que estaban dentro de la gigante cocina de panes. Beto, luego de haber dejado en estado inconciente a Starosta, lo cargó a bordo de su nave y partió con él. Nadie supo nunca más qué fue lo que hizo con el malvado monarca, y jamás ninguno se animó a preguntarle, cuando éste regresó, al tiempo.

- ¿Cómo se llama este lugar, Félix? – preguntó Almendra al líder de los socios una vez que todo volvió a la normalidad, respuesta que nadie había querido darle antes.

- Ahora, y sin ningún tipo de dudas, cualquiera de nosotros podría responderte eso. Esto es Spinettalandia. Quizás cuando lo preguntaste, anteriormente, nadie te lo respondía porque no era Spinettalandia, era otra cosa, y la nostalgia no lo permitía. Pero hoy este lugar vuelve a ser poesía, como siempre debió haber sido, y si no fuera por vos, esto jamás hubiera cambiado. – le respondió el anciano, sonriendo. Almendra también sonrió, y se sentó en el inmenso tronco que descansaba a orillas del río púrpura, el mismo lugar en el que conoció a Ana. La pequeña niña había logrado dormir después de la hazaña y ahora jugaba sobre la alfombra con sus amigas las hadas. Estaba muy feliz.
De repente, sintió que un fuerte olor a gas seguía flotando en el aire, comenzaba a marearla, la cabeza comenzó a dolerle y entró en una especie de estado confusional, cayendo al suelo, desmayada.

- Almendra… Almendra… ¿Me escuchas? ¿Estás bien? – le decía una voz, alguien le hablaba, pero su vista estaba borrosa y no alcanzaba a reconocer quién era.

- ¿Ana? ¿Félix? ¿Beto? – preguntaba Almendra, todavía confundida. Esperó un rato, cerró los ojos, respiró profundo, intentó relajarse. No entendía que era lo que sucedía.

- Almendra, por favor ¿Querés que vayamos al médico? ¿Cómo te vas a poner a limpiar el horno con el gas abierto? – le dijo la persona que intentaba reanimarla. Al instante cayó, era su hermana Ludmila, que la encontró en camisón, con el disco de Spinetta Jade a todo volumen, la cabeza metida adentro del horno, una rejilla amarilla en una de sus manos y el gas abierto. – respondeme, te lo pido. – insistía la joven, asustada.

- Estoy bien, Lud. – le respondió Almendra con un hilo de voz, tocándose la cabeza, molesta. - ¿Acaso todo lo que viví no fue real?

- ¿De que hablás? Yo llegué a casa y el olor a gas que había acá adentro era insoportable, así que abrí enseguida las ventanas para ventilar un poco el ambiente y te vi a vos metida ahí adentro, me asusté mucho…

Almendra se recompuso con un poco de ayuda de su hermana. Estaba confundida. Había sido todo tan real que no pudo resistir la tentación de acercarse al horno para ver si la puerta a Spinettalandia era de verdad, sin embargo su hermana se lo prohibió. Se sentó en el sofá a mirar el atardecer por la ventana. El sol teñía el cielo de un color cobrizo, y ella seguía pensando en su increíble aventura. No podía haber sido todo un simple sueño. Fue en ese momento cuando vio volar por los aires un objeto extraño que hacía piruetas locas. Era el Capitán Beto, amo de los amos en el aire. Sonrió cómplicemente y se quedó tranquila. Puso nuevamente el disco de Spinetta Jade, su favorito, y se acostó a dormir un rato. Necesitaba descansar después de tanta acción.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Recorrido por la obra de Freud sobre las concepciones que hace de la fobia en los distintos momentos teóricos

Freud abordó por primera vez el problema de las fobias en “Las Neuropsicosis de defensa”, en 1894. En este texto desarrolla por primera vez el concepto de defensa, atribuyéndolo como el mecanismo que está en el origen de la histeria, las representaciones obsesivas, las fobias y las psicosis; agrupándolas a todas estas bajo el nombre de “neuropsicosis de defensa”.
Freud explica, allí, el mecanismo de defensa del siguiente modo: en un determinado momento de la vida de una persona sana sobreviene una inconciabilidad en su vida de representaciones, una representación que despertó un efecto tan penoso que la persona decidió olvidarla. Ese olvido no es posible y esto lleva a la producción de diversas reacciones patológicas y a la génesis de síntoma neurótico. La tarea que el yo defensor se impone, tratar como no acontecida la representación inconciliable, es insoluble para él. Por eso equivale a una solución aproximada lograr “convertir esa representación intensa en una débil”, arrancarle el afecto; y esta suma de excitación divorciada tiene que ser aplicada a otro empleo. En la histeria, la suma de excitación es transpuesta a lo corporal (conversión). Y en una persona en que no está presente la capacidad convertidora; el afecto liberado se adhiere a otras representaciones, en sí no inconciliables, que en virtud de este enlace falso devienen representaciones obsesivas. He ahí la teoría de las representaciones obsesivas y las fobias. En todos los casos analizados por Freud hasta ese momento, él sostenía que era la vida sexual la que había proporcionado el afecto penoso. Para el caso de la psicosis, Freud sostiene que existe una modalidad defensiva más exitosa que consiste en que el yo desestima la representación insoportable junto con su afecto, y se comporta como si la representación nunca hubiera comparecido.
En un texto posterior, escrito el mismo año y titulado “Obsesiones y fobias”, Freud retoma el tema de las fobias, diferenciándolas de las representaciones obsesivas, tratándolo de una manera más amplia en la segunda sección del artículo. Sostiene que las obsesiones y las fobias son neurosis separadas a pesar de que se muestran semejantes en muchos casos. La gran diferencia entre éstas reside en el echo de que en las fobias el estado emotivo que se presenta junto a la idea es siempre la angustia, mientras que en las obsesiones, puede ser con igual derecho que la ansiedad, otro estado emotivo, como la duda, el remordimiento y la cólera. Las primeras tienden a ser monótonas y típicas, mientras que las segundas son múltiples y más especializadas. También entre las fobias distingue dos grupos: las fobias comunes, por un lado; y las fobias ocasionales, por otro. Además, va a diferenciar el mecanismo de las fobias del de las obsesiones. Va a decir que ya no es el reino de la sustitución, que en las fobias no se encuentra otra cosa que el estado emotivo de la ansiedad que pone todas las ideas aptas para devenir objeto de una fobia. Establece, entonces, una neurosis especial, la Neurosis de Angustia. Va a sostener que la neurosis de angustia es de origen sexual pero que carece de mecanismo psíquico en sentido propio: su etiología específica es la acumulación de la tensión genésica, provocada por la abstinencia o la irritación genésica frustránea.
Se hace patente aquí la diferenciación que hace Freud, agrupando a las representaciones obsesivas y a las fobias comunes como producto de una representación reprimida de la que se hubiera divorciado el afecto; de las fobias típicas de base física, que encuentran su prototipo en la agarofobia, sin que opere el mecanismo de la defensa.
Esta distinción la va a retomar cuatro años después en “La sexualidad en la etiología de las neurosis”, para conceptualizar sus dos grandes grupos de neurosis (Neurosis actuales y psiconeurosis o neurosis de transferencia). Habían transcurrido dos años desde el último trabajo de Freud “La etiología de la histeria”, donde sostiene que la etiología de la histeria radica en vivencias sexuales, infantiles, provocadas por un adulto (Teoría del Trauma, escena de seducción, sobreestimación de la realidad, subestimación de la fantasía). En ese lapso de tiempo surgieron algunos descubrimientos fundamentales: el abandono de la teoría sobre la etiología traumática de las neurosis, el descubrimiento del complejo de Edipo, el gradual reconocimiento de la sexualidad infantil como un echo normal y universal, haciendo también un viraje de la teoría del trauma real a la “teoría de la fantasía”.
Aparte de algunas alusiones aisladas, luego del presente grupo de artículos, el tema de las fobias no parece haber sido analizado por Freud durante un lapso de casi quince años. Fue en el historial clínico del “pequeño Hans” donde dio un gran paso en este tema mediante la introducción una nueva entidad clínica: la Histeria de angustia. En el historial de Hans hace un desarrollo al respecto, diciendo que la posición de las fobias dentro del sistema de las neurosis sigue indeterminada. Parece seguro ver en ellas meros síndromes que pueden pertenecer a diversas neurosis, y que no hace falta adjudicarles el valor de unos procesos patológicos particulares. Para fobias como las del pequeño Hans, sin duda, el tipo más común, no considera inadecuada la designación de Histeria de angustia. Ella se justifica por el pleno acuerdo en el mecanismo psíquico de estas fobias y el de la histeria, salvo en un punto, pero un punto decisivo y apto para establecer la separación: es el echo de que la libido desprendida del material patógeno en virtud de la represión no es convertida, no es aplicada, saliendo de lo anímico, en una inervación corporal, sino que se libera como angustia. En los casos clínicos reales, la histeria de angustia puede contaminarse en variable medida con la histeria de conversión. Hay, por cierto, una histeria de conversión pura sin ninguna angustia que se exteriorice en “sensaciones de angustia”; y fobias, sin suplemento de conversión. El caso de esta última variedad es el del pequeño Hans. Las histerias de angustia son las más frecuentes entre las psiconeurosis, pero sobre todo son las que aparecen más temprano en la vida: son directamente las Neurosis de la época infantil.
Un tiempo después, en un trabajo titulado “Inhibición, síntoma y angustia” de 1926, Freud hace una reconsideración del historial del pequeño Hans y realiza un análisis detallado de las fobias: Cabe resaltar en este punto, que Freud contaba con otros recursos teóricos a comparación de los trabajos anteriores, tales como el concepto de Narcisismo, la elucidación de la fase fálica y el complejo de castración, con la elaboración de la segunda tópica y el desarrollo de su última teoría pulsional.
Con respecto al caso de Hans, aquí, Freud va a decir que no se puede designar como síntoma a la angustia de esta fobia; si el pequeño, que está enamorado de su madre, mostrara angustia frente al padre no habría derecho alguno a atribuirle una neurosis, una fobia. Lo que lo convierte en una neurosis es, unívoca y exclusivamente, otro rasgo, la sustitución del padre por el caballo. Es pues, este desplazamiento lo que se hace acreedor al nombre de síntoma. Es aquel otro mecanismo que permite tramitar el conflicto de ambivalencia sin la ayuda de la formación reactiva. El varón adulto, admirado pero también medido, se sitúa en la misma serie que el animal grande a quién se envidia por otras cosas, pero ante el cual uno se ha puesto en guardia porque puede volverse peligroso. El conflicto de ambivalencia no se tramita entonces en la persona misma; se lo esquiva, por así decir, deslizando una de sus mociones hacia otra persona como objeto sustitutivo.
El motor de la angustia es el motor frente a la represión, el contenido angustiante (ser mordido por el caballo) es sustituto desfigurado del contenido “ser castrado por el padre”. Fue este último contenido el que experimentó la represión.
El afecto de angustia de la fobia, que constituye a la esencia de ésta última, no proviene del proceso represivo de las investiduras libidinales de las mociones reprimidas, sino de lo represor mismo. La angustia de la zoofobia es la angustia de castración inmutada, una angustia realista, angustia frente a un peligro que amenaza efectivamente o es considerado real. Aquí la angustia crea a la represión y no (como Freud opinaba) la represión a la angustia. A menudo ha sustentado la tesis de que por obra de la represión, la agencia representante de la pulsión es desfigurada, desplazada, etc. en tanto que la libido de la moción pulsional es mudada en angustia. Ahora bien, la indagación de las fobias, que serían por excelencia llamadas a demostrar esta tesis, no lo corrobora, y aún parece contradecirlo directamente. La angustia de la zoofobia es la angustia de castración del YO. La mayoría de las fobias, hasta donde pudimos abarcarlas hoy, se remontan a una angustia del YO frente a exigencias de la libido. En ellas, la actitud angustiada del YO es siempre lo primario, y es la impulsión para la represión. La angustia nunca proviene de la libido reprimida (segunda teoría de la angustia).