viernes, 9 de diciembre de 2011

La denuncia



“De sus axilas extrae el hombre
la cera necesaria para forjar
el rostro de sus ídolos”
-Nicanor Parra-


Antes que nada, y antes de que pierdan tiempo leyendo esta bazofia, les aviso: den vuelta la página. Ya ven, el que avisa no traiciona. Si siguen leyendo es porque son tan porfiados como yo, obsesivos, manipuladores, miedosos, víctimas de la eterna duda de “lo que hubiera podido ser”, un poco mentirosos, vergonzosos, tímidos, y tal vez, apenas, sientan, en determinadas ocasiones, un poquito de envidia. Y, sin embargo, siguen la lectura, como si no les importara darme la razón. Bueno, esta pequeña historia está basada en la certeza de que nada es perfecto en la vida, y digo esto intentando evitar toda cuota de pesimismo, aunque no creo que lo logre. Fundamentalmente, lo que quiero contarles es, dentro de todos mis días vividos, uno que fue particularmente consternante, pero no por eso olvidable, a pesar de que lo escribo, justamente, para eso, para no olvidarlo.
Como decía, nada es perfecto, ni siquiera la certeza-de-que-nada-es-perfecto es perfecta, por lo que, todo parece ser más complicado de lo que parece. Y es así, uno empieza hablar de estas cosas, y siempre termina citando a Freud, a Marx, a Nietzsche; haciéndolos decir un clericó de farsas. Y, sobre todo, de lo que se trata, en última instancia, es de los criterios que uno podría llegar a tomar en cuenta para definir “lo coherente” acerca de un acontecimiento cualquiera. ¿Cuántas veces pasan cosas realmente extrañas, aciagas, sucesos de naturaleza abominable, ominosas; y uno, chupado por la vorágine de lo cotidiano, ni se percata? De lo que se trata aquí, es justamente de eso, de percatarse.
Estaba yo, en uno de esos días que siempre se parecen al anterior, leyendo, tal vez, cocinando ¿Quién sabe? Lo que me pasa, y que ya he contado muchas veces a mi analista, es que después de cualquier acontecimiento violento, me olvido de todo lo que hice inmediatamente antes. Él dice que es una amnesia neurótica, no se qué cosa del complejo de Edipo, y blablabla. Yo le pago, y él me insulta: Así está el mundo, señores. Lo cierto es que, mientras yo hacía eso que ahora no recuerdo, unos cascotazos golpearon contra las ventanas de mi casa, haciéndolas estallar. Pedazos de concreto, como proyectiles, me invadían, y enseguida había vidrios por todos lados, desparramados a lo largo y a lo ancho del living. A su vez, los trozos de roca, pegaban contra los muebles y en los adornos que reposaban sobre ellos, provocando todo tipo de destrozos. Era lo más parecido al bombardeo Nazi a Inglaterra que había visto en mi vida. Yo, mientras esto pasaba, quedé inmóvil, carcomido por la sorpresa, estupefacto, turbado. En primera instancia, no entendía nada; y en segundo lugar, tenía mucho miedo. Al principio pensé en asomarme y, de esta manera, poder ver quién se había ensañado conmigo. Pero después, como siempre me pasa, me dio un ataque de pánico, y bueno, me vi muerto allí, entre todo ese caos. Quedé tendido boca arriba, entre vidrios y cascotes. La presión en el pecho, la taquicardia, el dolor en el brazo izquierdo, la falta de oxígeno, hicieron que me autodiagnosticara un paro cardíaco, e inmediatamente empecé a imaginarme quién encontraría mi cadáver allí, quién sería el primero en hallarme, qué haría. Llegué a imaginar mi velorio lleno de gente, incluso la presencia de aquellos que me odiaban. Las miles de coronas distribuidas por ahí, que llegaban de todos lados, los comentarios, los llantos, etc. Sin embargo, nada de esto me asombra. Mi analista dice que es una respuesta de defensa frente a una supuesta ley simbólica, y no sé que otras cosas; por otro lado, mi médico me da una pastillita, y se me pasa. Así que, hice eso, me tomé esa pastillita, y al rato ya estaba mejor.
Yo les advertí que no sigan leyendo esto. No les va a gustar. Pero bueno, pienso seguir escribiendo. Cuando logré reintegrarme de aquel inconveniente, no pude dejar de preguntarme: ¿Quién sería mi enemigo? ¿Qué habré hecho para que me hagan eso? La verdad es que, cuando me asomé para afuera, luego de tres horas, mas o menos; ya no había nadie. Y pensé, y pensé… y entre tanta gente, no se me ocurrió quién pudiera llegar a ser el vándalo que apedreó mi morada. Lo que sí me pasó fue que, esa noche, no pude dormir. Tenía la constante sensación de que, en cualquier momento, entraría alguien por la ventana a asesinarme, encapuchado, tal vez con un arma blanca, quizás con un revolver. Cualquier pequeño ruido era suficiente como para que me levantara y echara un vistazo hacia fuera, mire por debajo de la puerta de calle, y terminara escondido en el baño, en posición fetal, en la bañera. Quizás puede sonar un poco extraño todo esto, pero mi obsesión por los detalles a veces hace que mi relato pierda el hilo. Sin embargo, no pienso pedir disculpas, yo les dije que no sigan leyendo. Jodansé.
Como les contaba, esa noche fue horrible. Lloré. Llamé a la policía unas dieciséis veces -siempre número par, para evitar todo tipo de yeta-, pero como de costumbre, me tomaron el pelo, y nunca mandaron los cinco patrulleros que demandaba. Probé con rezar, para tratar de tranquilizarme, pero fue inútil. El insomnio me impidió, incluso, ponerme en posición horizontal. No hubo forma.
La semana pasada me había pasado algo parecido, pero fue después de leer algunos cuentos de Poe. Cuatro ataques de pánico consecutivos. Leer no siempre hace bien. Pero todo eso no viene al caso. Lo cierto es que, ni bien el sol se colgó en el cielo y algunas personas empezaron a deambular por la calle, tomé la decisión de ir personalmente a la comisaría a hacer la denuncia. El hecho de que hubiera gente caminando allí afuera me tranquilizaba porque, si algo me llegara a pasar en el camino, tendría testigos. De todos modos, en el camino de mi casa a la comisaría, no pude dejar de sentirme observado. Cualquiera de todos ellos podría ser el victimario. A esa altura, desconfiaba de mi vecina, doña María -una anciana viuda, de unos ochenta años, a la que le envenené el gato, porque tenía la seguridad de que el pequeño felino me espiaba y divulgaba información sobre mi vida privada a los demás gatos del barrio, y se reían de mí-; también de Pepe, el jovencito que atendía el kiosco de la esquina -al que una vez le llevé todos los caramelos que me había dado de vuelto durante un año, y se los desparramé sobre el piso y el mostrador, mientras lo insultaba a los grito, al muy ladrón-; incluso de José y Carlos, la pareja gay que vivía frente a mi casa -a los que les revisé la basura durante mucho tiempo. Es cierto que me saludaron muy amablemente y hasta se acercaron a preguntarme por mis ventanas, pero por las dudas no les devolví el saludo. Si ellos no habían sido, seguramente sabían quién fue; y sin embargo, me mentían. Es siempre la misma historia.
Bueno, la cosa es que llegué, finalmente, a la comisaría. Entré, en silencio, y me dirigí al mostrador. En uno de los bancos, esperando, había un tipo con el brazo vendado y lentes negros, acompañado por una mujer colorada y muy pecosa, que no dejaba de fumar. El hombre ni se movía, es más, ni se le notaba la respiración. A su lado, la mujer, bastante demacrada, tenía las piernas cruzadas, y sacudía la izquierda con gran entusiasmo, como pateando el aire. Estuve un rato apoyado ahí, golpeando suavemente la superficie del mostrador con la yema de mis dedos. Después lo dejé de hacer, ya que me dio un poquito de asco. Más o menos, a los quince o veinte minutos de haber estado ahí, se dignó a aparecer una uniformada, masticando un chicle que, por su forma, tenía varias horas entre sus dientes.
- ¿Quién sigue? – preguntó gritando, mirando a la puerta, ignorando la presencia de cualquiera de los tres que estábamos allí. Luego de aquel berrido, un silencio acompañó el cruce de nuestras miradas, y yo me animé a hablar.
- Yo… - contesté con apenas un susurro.
- Bueno… y que te pasó? ¿Qué necesitas? – siguió preguntando, mirándome de una manera desafiante, como queriéndome decir “Que rompe bolas que sos, nene”.
- Vengo a hacer una denuncia – dije con vos grave, con seguridad, apoyando de nuevo mi mano sobre el mostrador-. Resulta que ayer, yo estaba en mi casa y me rompieron las ventanas a piedrazos, y…
- Bueno, bueno, bueno… -me interrumpió- … esperá. Ahí vengo. –agregó, y se fue-.
Nos quedamos los tres ahí, sentados, de nuevo esperando. El sol ya se hacía más fuerte, se acercaba el mediodía, y todo empezaba a calentarse. Y yo, si hay algo que detesto es esperar, y más cuando una colorada insoportable te fuma al lado. La cristiana esa no dejaba de largar humo, y con el miedo que le tengo al cáncer de pulmón por fumador pasivo, empecé a ponerme un poco más nervioso de lo que estaba. Me paré y empecé a caminar por la pequeña sala de espera, y sentí que la presión empezaba a bajarme, comencé a ver todo medio borroso, hasta que me senté y empecé a respirar por la nariz y a exhalar por la boca, practicando uno de esos ejercicios de relajación que alguna vez aprendí haciendo reiki; mientras buscaba el sobrecito de sal que llevo religiosamente en mi bolsillo derecho, intentando evitar todo tipo de desgracias frente estos incidentes. En fin, me tomé la dosis de sal, y me quedé sentado un rato allí, hasta que me sentí mejor. De todos modos, entre esa gente tan extraña, el calor, el lugar y la espera; empecé a ponerme un poco ansioso.
Más o menos, a la media hora, mientras seguía sentado ahí, llegó un patrullero, que estacionó en la puerta, y bajó un policía que, al entrar, saludó con un “hola” medio seco, mientras cruzaba el mostrador y se metía en la sala que estaba del otro lado.
- ¡No! ¿Estás mirando la última de Nicolas Cage? Me dijeron que está buenísima –se escuchó decir.
- Si… vení. Sentate.
Y así, como quién no quiere la cosa, se empezó a oír el sonido de un televisor, como si le estuvieran subiendo el volumen. Y de repente, la sala de espera se llenó con los sonidos y el audio de “la última de Nicolas Cage”. Yo, enseguida, miré al supuesto cieguito y a la colorada, como intentando encontrar alguna complicidad, pero fue inútil. Los dos monigotes estaban como pintados sobre banquito, y la loca no dejaba de sacudir la pierna izquierda. Parecía una provocación. De todos modos, respiré hondo, me puse de pie, y me paré de nuevo frente al mostrador, tratando de espiar qué hacían allá adentro. Y al ratito, vino el policía que había entrado último, con el mate en una mano, y una factura en la otra.
- Si ¿Qué necesita? –me preguntó sonriendo.
- ¿Que tal? Vengo a hacer una denuncia –volví a explicar, ya relajado-. Resulta que ayer me rompieron los vidrios de la casa a piedrazos y…
- ¡Ah! Una denuncia. Bueno, esperame un ratito. Ya te atienden –me interrumpió, mientras le daba un último sorbo al mate. Después volvió a meterse en la habitación que estaba del otro lado del mostrador-.
Al principio, pensé: “¿Esto es una joda?”. Inmediatamente, crucé el mostrador, abrí la puerta que, entreabierta, dejaba ver movimientos, y entré a la misteriosa sala, a exigir una explicación. Sin embargo, allí sólo vi un televisor, y una mesa donde había una pava tibia, un mate y un plato con dos facturas –obviamente, quedaban las de crema pastelera. Me quedé un instante ahí, y enseguida descubrí otra puerta que daba a un patio. Por supuesto, allí fui.
Lo que sigue es algo realmente fuerte. Como dije al principio: “nada es perfecto”. Su plan no era perfecto, y tampoco mi dicha. Los vi, y durante los primeros minutos no pude creerlo. Muchas cosas empezaron a cerrarme, y comencé a entender la lógica del mundo. Estaban ahí, practicando, para no fallar. Tenían esa inmensa montaña de escombros, piedras y cascotes, y algunas ventanas en el fondo de aquel patio, a las que se las lanzaban, mientras reían. Y entonces, ya no sabía bien quiénes eran los policías, y quiénes los bandidos. Al fin y al cabo, eran los mismos, y yo me reducía a ser su diversión. Nunca dejaron de reírse de mí. Seguramente la colorada y el muchacho de lentes de sol también eran cómplices. No me vengan con reproches, yo se los advertí, no lean esta historia, no tiene un final feliz. Si quieren algo así, simplemente miren “la última de Nicolas Cage”. En cuanto a mí, me fui caminando a casa, decepcionado, esperando la apedreada del día siguiente, con la esperanza de que no tengan tanta puntería como ayer.

Dedicado a mi Hada Madrina. Todos tenemos una por ahí.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Playa Melancolía



La confusión llegó a su punto máximo a orillas de aquel mar de nadas, donde un iluso mojaba sus pies con desconfianza. Miraba el lejano horizonte como esperando una respuesta, mientras soltaba, como si fuera su alma, una bocanada de humo, vaciando sus pulmones, sin disimular la resignación. Una brisa ingenua no dejaba de susurrarle al oído versos frescos de amanecer, mientras sus ropas y sus cabellos bailaban al compás de un triste tango entonado por las arenas de una fría playa desierta. No había nada a su alrededor, salvo el mundo, un cielo turquesa, el sol que iluminaba sin calentar, algunas gaviotas juguetonas, y su desolación. De vez en vez, recibía el abrazo que le ofrecía alguna que otra amigable ola en forma de consuelo, mientras su angustia flotaba en el aire, al igual que la espuma y la sal lo hacían sobre la orilla, como queriendo escapar a otro sitio, como intentando soltarse sin soltarse.
Lo sucedido en los días inmediatamente anteriores a aquel, si es que pueden definirse como “días”; había cavado surcos en lo más profundo de su desequilibrada cordura. Definitivamente, la falsa hipótesis del destino, que había intentado sostener a ultranza, caía por su propio peso; y lo hacían aparecer entre un abismo y otro, como sujetado por una soga que lo soportaba y lo ahorcaba a la vez. El silencio lo aturdía, los disgustos fueron socavando su aparente optimismo, y lo transformaron en algo menos que un cuerpo, en un pedazo de carne que ni siquiera podía desear morir, porque ya lo había hecho hace tiempo. Ya no podía llorar, ya no podía gritar, ya no podía culpar a nadie; estaba en la cornisa de su mente, a punto de saltar al vacío, a la nada. Estaba desesperado por entregarse a esa quimérica nada, que era a su vez lo único que tenía.
Ya no había amor, no había odio: ya no había nadie. Sin apresurarse y sin detenerse, comenzó a dar unos pequeños pasos, adentrándose en esa inmensa masa acuosa que iba y venía, como sacudiéndose de felicidad ante su presencia. Se sumergían sus pantorrillas, luego sus rodillas, y así, lentamente comenzaba a entregarse al mar, emprendiendo aquellos pasos de liberación. Una vez que el agua lo envolvió por su cintura, se detuvo, dando las últimas pitadas a su cigarro, con un dejo de nostalgia, como con pena, disfrutando de la última seca de un modo religioso. Luego continuó su marcha, sin dudar, hasta sumergirse completamente.
Las aguas seguían sacudiéndose, el cielo con sus nubes y su majestuoso sol se proyectaban en el fondo de la escena, y las gaviotas volaban sin enterarse de nada. Aquellas huellas que habían quedado dibujadas en la arena, ahora eran borradas por los codos de las olas que llegaban a la orilla, como soplando la historia de un hombre sin nombre que se dejó tragar por la garganta de un mar misterioso. Ya no había rastros, ni recuerdos, ni señales de alguien que transitó esas costas tratando de encontrar un consuelo a su dolor; sólo un manojo de papeles desparramados sobre la orilla, con poemas anónimos de quién hoy baila con Alfonsina en el fondo del mar.

domingo, 3 de abril de 2011

Insight

La había visto esa mañana, como casi todas las mañanas, durante años. Se cruzaron en los pasillos de aquel lugar como lo hacían siempre, pero esta vez había sido diferente: aquel día, él la había visto como nunca antes lo había hecho. Algo recorrió su cuerpo, desde su cabeza hasta la punta de sus pies, produciendo un efecto de estremecimiento que lo detuvo en su marcha, un poco confundido, un poco aturdido. Ella, en la cotidianeidad de los mecánicos días de la ciudad, lo saludó con un beso en la mejilla, le sonrió, y siguió su camino, sin modificar absolutamente nada de la rutinaria escena matutina a la que ya estaban acostumbrados. Sin embargo, si algunos dicen que “ojos que no ven, corazón que no siente”, aquella vez, sus ojos realmente la vieron, despertando un sentimiento inexistente hasta ese momento. Eso lo dejó ensimismado, porque involuntariamente, como preso de aquello que lo había invadido, no dejó de pensar en la muchacha, tan insignificante durante mucho tiempo, y ahora tan transcendental.

Ya nada, para él, volvería a ser como antes.

domingo, 20 de marzo de 2011

Horizonte de pies sangrantes


“Pero si resbalas y te dejas caer,
pero si tus alas no te cortan los pies.
Todo el mundo sabe que no puedo vivir sin vos.”

“El amor espera” - Carlos Alberto García.


No sé si es enojo o tristeza lo que corre por mis venas en este momento, o tal vez sea una especie de mezcla entre ambas. El olvido del hombre, del hombre en tanto especie, tiene cierto estatuto de pecado original, y aunque no pretendo ser reconocido como el legítimo portador de un alma pura, porque también estuve allí, y también participé de los hechos y acontecimientos sucedidos, me resisto a olvidar. De algún modo, y por más que se intente disfrazar las cosas, es esa la causa que me envió a este lugar, alejado de todo; encerrado entre estas frías y anchas paredes donde la mentira, como fenómeno, no tiene permitida la existencia, y sin embargo toda verdad es juzgada como delirio, locura, alucinación, en fin, como falsa. Esto me demuestra, sin dudas, que el precio por decir la verdad, por quitarle al mundo esa careta que siempre está mal puesta (como solía decir mi maestro), se paga con el peor de los castigos. Y por esa misma razón, señor lector, puede usted, en este instante, hacer un bollo con este papel y tirarlo al fuego; puede reírse, subestimando el valor de mis palabras, o por el contrario, abrir las puertas de su corazón y otorgarme una cuota de fe, de confianza, tomando como cierto al menos una parte de lo que voy a contarle. Es necesario aclarar, y muy válido, que lejos de mis intenciones está la extirpación de todas sus dudas, ya que de alguna manera ellas son el combustible del pensamiento, y sería una torpeza de mi parte cometer tal terrible crimen.
Una especie de reflexión compleja durante mis silenciosos y solitarios días en este horroroso lugar, me llevó a pensar que por más paradójico que pueda parecer, por momentos la realidad no deja de tener cierto grado de naturaleza absurda. Muchas veces, lo más incoherente y loco, en la constante cotidianeidad de los días, llega a tomar estatuto de normalidad, produciendo un efecto de acostumbramiento (el camino más corto hacia la mediocridad, y por lo tanto, a la muerte) que elimina toda posibilidad de acción, incluso de creación, con todo aquello que gira alrededor de la vida de los hombres. Un ejemplo de esto es el caso de aquella enorme pelota blanca que suele aparecer por las noches, variando sus formas y cualidades. Durante mi larga estadía aquí suelo contemplar la luna detrás de los barrotes que adornan una pequeña ventana, situada cerca del húmedo rincón donde me mantienen encadenado. Es una enorme bola luminosa que recorre los cielos con audacia, rodeada de estrellas, un poco tenebrosa a veces, y otras, romántica y poética; sostenida quién sabe por qué fuerzas, y arrastrada por el oscuro firmamento, agigantándose, mostrando sólo uno de sus costados, o escondiéndose detrás de alcoholizadas nubes trasnochadoras. Sin embargo, para los que se autodenominan cuerdos, no es más que una insignificante roca espacial que no deleita pupila alguna ¿Qué es lo que pasa? ¿Porqué tanta ridiculez? Lo que ocurre es muy sencillo: influenciados por alguna especie de razonamiento (que no puede ser más que errante), todo para los hombres se ha convertido en una obviedad, como hipnotizados por un supuesto (que de evidente no tiene nada) que arraigado en una comodidad lógica funciona como piedra fundamental del vacío pensamiento de nuestra era, para el que no hay misterios ni absolutamente nada maravilloso y enigmático.
Volviendo al punto de partida y refrescando mis dolencias, antes de que, a la fuerza, me encerraran y me encadenaran a este muro, yo era un hombre como cualquier hijo de vecino que uno cruza en la calle o el mercado. Jamás había tenido problemas con ningún tipo de autoridad ni nada parecido, pagaba mis impuestos, saludaba amablemente al prójimo mientras le sonreía y envejecía día a día sin ningún tipo de preocupación o arrepentimiento. Sin embargo, algo inesperado ocurrió en aquellos tiempos, algo que torció no sólo mi destino, sino el de todos, aunque muchos todavía no se hayan enterado.
Desde que llegué, en mi temprana juventud, a aquellos pagos; todos los atardeceres se lo podía ver desde lo más profundo del valle, parado sobre la cornisa de las bardas, mirando hacia el oeste, como tratando de encontrar una respuesta a la misteriosa muerte del sol. Sus tobillos sangraban dolorosamente despacio y de manera constante. Viejas cicatrices decoraban los nuevos cortes que el filo de sus inmensas alas no dejaba de infligir cerca de sus talones. Era algo inevitable, tal vez el precio que era necesario pagar por poseer tan enormes y bellas extremidades que, nacidas en la parte media superior de su espalda, llegaban casi hasta el suelo, rozando sus descalzos y polvorientos pies.
Algunos decían que se trataba de un semidios, de esos seres que en la naturaleza divina funcionan como intermediarios entre los hombres y Dios, obrando de mensajeros. Otros, a su vez, sostenían que era el fruto del amor entre una mujer y un ángel, que devorados por la pasión únicamente humana consumaron el acto que funcionó como su génesis, y que a causa de ello no posee la divina proporción en su cuerpo, por lo que sus alas no dejan de cortar sus sobrecicatrizados pies; como si se tratase de una trasgresión del orden establecido por las leyes del cielo y la tierra. Mas allá de todo, y sea como sea, aquel extraño ser había sido bautizado “Horizonte”, justamente a causa de ser, en un sentido simbólico, la unión entre el cielo y la tierra, la pieza fundamental que hace del mundo un todo.
Nadie sabía bien, exactamente, cuando fue que Horizonte llegó al valle; pero sí se decía que hacía muchísimo tiempo que aquel hermoso ángel decoraba el crepúsculo de todos nuestros días, y de ese modo, su presencia allí ya no era un espectáculo ni nada parecido. Simplemente se paraba en uno de los picos rocosos más altos y miraba el anochecer con cierto grado de nostalgia. Y es en este punto donde sostengo lo que expuse anteriormente, al ser algo que necesariamente sucedía todos los días, por más maravillosa que era la escena, devenía insignificante para todos los valletanos que, de vez en cuando, levantábamos la vista y lo mirábamos como si se tratase de una nube pasajera o algo por el estilo.
Sin embargo, y pese a la tranquilidad que reinaba en la pedrosa costa de aquel manso río, pasó lo que pasó, lo que después devino tragedia y desdicha, respaldada con impunidad, olvido e hipocresía. Una mañana de abril llegó J. desde la capital, un enviado del gobierno con novedosos proyectos para implementar en aquellas tierras, hermosas promesas y garantías de un futuro maravilloso, éstas brotaban a borbotones de su inmensa bocota que, alocada y a los gritos, regalaba una sonrisa entre frase y frase. Era cierto que, en mayor o menor medida, todos vivíamos con un indiscutible grado de peligrosa comodidad y, si bien teníamos mucho para mejorar, nos sentíamos medianamente felices; pero aquellos discursos del citadino provocaron tal revuelta en la gente, incluyéndome también, que no nos permitió pensar en las consecuencias que podían llegar a tener sus ideas, y sin dudarlo, le cedimos toda nuestra soberanía para que hiciera y deshiciera a gusto. Los primeros momentos fueron de muchísima confianza, calma y serenidad. Nadie dudaba de J., era un muchacho muy carismático y amigable que todas las mañanas recorría el humilde poblado hablando con los vecinos y sometiendo, de manera tramposa, todas sus ideas a nuestra adormecida crítica, ganándose de ese modo nuestro desmedido apoyo.
Empezó imponiendo una organización bastante particular, dependiendo de nuestros oficios, nuestra ilustración y capacitación, tanto como de los terrenos y de la tecnología disponible como de las edades y el género. Al principio, por lo bajo circulaba un descontento implícito desencadenado como reacción a los cambios, pero nadie se opuso explícitamente, excepto Don Silvio, un viejo campesino de la región sur que jamás se destacó por su sutileza, y que de un día para el otro abandonó misteriosamente la zona (O por lo menos eso nos dijo J. cuando nos llamó la atención sus reiteradas ausencias a las asambleas comunitarias de los domingos, donde tenía una participación muy activa.).
Con el paso del tiempo, la vida en el pueblo había cambiado bastante, las asambleas dominicales fueron menos concurridas hasta que, por una orden directa de J., se prohibieron totalmente con el fundamento de que ya no tenían ningún carácter resolutivo, haciéndose responsable completamente él de las decisiones que antes tomábamos en masa. Muchos vecinos, atrapados por cierto fundamentalismo berreta, se transformaron en los asistentes y defensores de J., obrando durante todo el día para que se cumplan sus intervenciones a raja tabla, convencidos de que era lo mejor para concluir a la perfección aquel tan preciado “proyecto”, y llevando a cabo una serie de sanciones o castigos para todos aquellos que pusieran algún tipo de resistencia a lo encomendado. De este modo, se empezaba a sentir en el aire una presión que jamás habíamos experimentado, y como todo fenómeno desconocido y nuevo, nos paralizó, impidiéndonos hacer algo para cambiar lo que nosotros mismos, voluntariamente, habíamos permitido.
En este contexto vivimos varias cosechas, todo marchaba regularmente igual, sólo que J. ya no se mostraba en público, sino que se hacía presente, de vez en cuando, a través de la palabra de sus voceros. A esa altura vivíamos con una incertidumbre y una desconfianza que aniquilaba cualquier tipo de esperanza en restaurar nuestro pequeño paraíso. Sin embargo, a pesar de lo ocurrido, faltaba algo específico y puntual que, sin querer caer en planteos morales, se convertiría en lo menos aceptable del proyecto, lo que detonaría el caos: el deseo de J. de eliminar a Horizonte, es decir, lo único que conservábamos de aquellas épocas de paz y verdadera libertad. Esto apareció como un rumor, como aparece todo aquello que deseamos que sea mentira sabiendo que se trata de una terrible verdad, como nace lo inaceptable. Parecía imposible ¿Porqué razón? No tenía ningún tipo de sentido, pero era real. Y así fue que a los diez días, sin que nadie se lo esperara, partió una expedición de hombres en busca del nostálgico ángel del anochecer. El pueblo en su totalidad estaba enloquecido, indignado, no podía entender lo que ocurría, simplemente porque no había nada que entender, se trataba de un absurdo. De todos modos, y a pesar de los esfuerzos, nada impidió el cumplimiento de la misión, y así fue que Horizonte fue brutalmente asesinado, sin ningún tipo de escrúpulos, aquel anochecer, sobre las bardas y a la vista de todo el valle, tomando el estatuto de un sacrificio por la prosperidad humana. Las pupilas del pueblo se dilataron y le regalaron al semidios un último brillo, acompañado por alguna lágrima inquieta y un vergonzoso silencio de culpa. Su cuerpo cayó al río, y fue arrastrado por éste hasta algún lugar desconocido. Apenas terminada la tormentosa ceremonia, ya nada dejó en dudas el inmenso poder de J., su omnipotencia; él era el rey ahora, el ángel, el semidios, la divinidad. El mutismo y las miradas bajas se multiplicaron en cuestión de segundos, y la calma (o el miedo) metió a todos en sus casas sin decir una palabra hasta el día siguiente.
Mi cólera era tal que, al día siguiente, no fui a trabajar y, sin decir nada, me dirigí al gran palacio que había construido J. del otro lado del río. No podía controlarme, estaba cargado de odio; pedí a los gritos, furioso, que me lo traigan, que quería hablar personalmente con él, entre insultos y manotazos. Nunca pensé bien en la consecuencia (Porque todo tiene consecuencias. Todo.) El pueblo jamás volvió a saber de mí, tal vez ni siquiera se preguntó porque desaparecí. Fui inmediatamente trasladado a este lugar, a la fuerza; fui encerrado y encadenado. Y hoy, mientras miro por esta pequeña ventana, me sigo preguntando lo mismo que aquella noche en la que matamos a Horizonte: “¿Hasta cuando podremos soportar la culpa de saber que pudiendo haberlo evitado, no hicimos nada?”.


F.G.V.