domingo, 11 de abril de 2010

Almendra en el LoCo MuNDo de Luis Alberto (Spinettalandia)

Almendra despertó esa mañana como pocas veces lo había hecho en su vida. La energía brotaba a borbotones desde el interior de su cuerpo, sentía una inmensa necesidad de moverse, de hacer algo, le era imposible quedarse quieta: estaba hiperquinética. Así fue como, animada, se levantó de la cama de un salto, preparó unos sabrosos verdes amargos, y puso su disco favorito a todo volumen. Se trataba nada más ni nada menos que de “Alma de diamante”, el primero de Spinetta Jade, del año ’80. Era sensacional verla bailar y cantar a los gritos, revoleando su cabeza llena de rulos, totalmente desinhibida, como si estuviera arriba del escenario junto al flaco. Todavía en camisón, cerraba los ojos y, tomando el mango de la escoba como simulando un micrófono, entonaba esas hermosas canciones como si fueran suyas, como si ella las hubiese escrito, montando una escena que un religioso calificaría de sagrada, reflejando en su rostro la gran satisfacción que le producía escuchar cada acorde en sucesión.
Movida por esa intensa motivación, comenzó a limpiar su despelotado departamento ubicado en las afueras de la inmensa ciudad, en el bajo Belgrano. Al ritmo de esas guitarras locas y poesías psicodélicas, movía el escobillón por todos los rincones, pasaba un trapo por el piso, lustraba las superficies visibles de sus muebles de madera algarrobada, y demás. Más o menos a la quinta repetición del disco, se puso a quitar la suciedad de su cocina, donde había grasa históricamente acumulada en las paredes de su horno. Y así, sacudiendo los brazos de manera violenta, en un intento altruista por despegar la sustancia lipídica adherida durante décadas a esa chapa, fue como, en un impulso de curiosidad, describió una puerta en la parte trasera del viejo artefacto de cocina. Tocó despacio con su mano izquierda, empujando suavemente, y lentamente, a consecuencia de la mugre pegada en los bordes, se abrió la pequeña escotilla. No sabía bien que era lo que había del otro lado, costaba discernir desde allí, así que atravesó la pequeña cavidad metálica que simulaba un túnel de chapa, y salió del otro lado, con la rejilla amarilla en su mano derecha y todavía en camisón.
Era un lugar extraño. Se dio cuenta de que su horno era un portal que conectaba el mundo real con una dimensión paralela. Avanzó un par de pequeños pasos, asombrada, obnubilada. No podía salir de su sorpresa, observaba todo, sus cinco sentidos estaban estimulados la máximo, percibiendo cualquier mínima alteración que tuviera lugar a su alrededor. De repente, empezó a escuchar un quejido, un llanto muy triste; tan melancólico era ese lamento que sus ojos se llenaron de lágrimas rebeldes. Se propuso averiguar de donde venía ese sollozo, y enseguida se percató de la presencia de una pequeña niña sentada en un viejo tronco a orillas del río púrpura, que bajaba desde las colinas doradas al mar silencioso, iluminada por los tres soles que apenas estaban saliendo; ya que era el amanecer en aquellas tierras. Se acercó despacio, un poco asustada, otro poco intrigada.

- ¿Que te sucede, pequeña? – le dijo con un hilo de voz a la nena, que se cubría el rostro son las rodillas y no dejaba de llorar – ¿Puedo ayudarte en algo? – insistió, al no recibir una respuesta por parte de la mocosa.

En ese momento, la niña se descubrió la cara, mirando a Almendra como suplicándole que la ayude. Sus ojos estaban destruidos, negros, su rostro lleno de cicatrices y manchas, su tez extremadamente pálida y, en combinación con su cabello completamente revuelto, creaban una imagen similar a la de una persona que ha sido acariciada por la muerte. Su mirada era tétrica, impactante, profunda, avasalladora.

- Necesito dormir – dijo la joven mujercita casi sin poder hablar. – hace años que no lo hago… esto es como estar muerta.

- ¿Por qué te sucede eso? – siguió Almendra, sin entender que era lo que sucedía. Esa muchachita le daba miedo, pero lograba disimularlo.

- … no puedo dormir. Yo solo quiero jugar sobre la alfombra, pero este sueño me cala tan profundo en el alma que ni mis amigas, las hadas, me soportan ya; y estoy muy sola. – siguió diciendo mientras rompía en llanto, desesperada.

-Esperá, esperá… no llores! – suplicó Almendra – ¿Podrías explicarme donde estoy? – preguntó enseguida – ¿Qué es este lugar?

La niña se cubrió la cara sin decirle nada, y siguió llorando, desconsolada. Almendra se quedó en silencio, sin saber que decirle a la triste niña que hablaba cosas sin sentido. Allí permanecieron un largo rato, mudas las dos. En ese momento, mirando el cielo, se dio cuenta de que ahí había un grupo de niños haciendo algo, pero no podía ver bien de que se trataba.

- ¿Qué hacen esos niños allí arriba? – preguntó Almendra, un tanto aturdida por todo aquello.

- Son los niños que escriben en el cielo. – le respondió la nena, dirigiendo su horrorosa mirada al firmamento. – yo fui uno de ellos alguna vez, pero logré liberarme. Starosta, el idiota, el tirano más grande de este lado del universo, los tiene esclavizados, obligándolos a escribir poesías, y robándoselas luego, para leérselas al Dios de la adolescencia, obteniendo grandes beneficios de ese imbécil y prepúber espectro. – confesó, seria, la pequeña.

- …eh!? …Starosta, el idiota?! … el Dios de la adolescencia?! ¡Esto es un disparate!

- Si, así es. Starosta llegó un día, así, de la nada, del mismo modo que llegaste vos, y transformó este lugar, que era un verdadero paraíso, que era pura poesía; en las tierras de su tiranía. Obtuvo poder gracias al Dios de la adolescencia, dios que fue echado de la Comunidad de los Dioses justamente por carecer de virtudes divinas; y puso al servicio de Starosta, su único admirador y creyente, todas sus energías.

- ¿Cómo puede ser eso posible? – se indignó Almendra. – ¡Hay que hacer algo! ¿No hay nadie que pueda enfrentar a este tipo y a su Dios?

- Sólo hay una sola persona que puede liberar a esos niños y salvar nuestro mundo, y ese es el Capitán Beto. Pero hace quince años huyó de aquí en su nave de fibra hecha en Haedo, y nunca más volvió. Él es el amo de los amos en el aire. Fue obligado a exiliarse por el deseo mismo de Starosta. Un hombre tan noble como él le era peligroso.

- ¡Hay que ir a buscarlo! Ese idiota de Starosta no puede seguir saliéndose con la suya, pobres esos pequeños poetas – exclamó Almendra, exaltada.

Así fue como se paró sobre aquel inmenso tronco, a orillas del río púrpura, y buscando el punto más alto del lugar, divisó una inmensa montaña a lo lejos. Le exigió a la pequeña que la acompañe, y ambas, junto a Beto, salvarían a eso niños poetas oprimidos, y harían que todo vuelva a ser tan dichoso como antes. La muchachita se secó las lágrimas, sonrió mostrando su descuidada y horrible dentadura, y partieron las dos, caminando al a par, en dirección a la gigantesco monte.

-¿Qué es este lugar? ¿Dónde estamos? – preguntó, Almendra, una vez más, curiosa, intentando ubicarse espacialmente. La niña nunca le respondió, y silenciosa, haciendo como si nunca la hubiera escuchado, caminaba a su lado indiferente. Almendra la miró como obligándola a que le de una respuesta, pero fue inútil. Así, calladas, siguieron su camino.

A medida que avanzaban en su marcha, el clima comenzaba a tornarse más frío y húmedo, los huesos dolían, el viento hacía cosquillas que torturaban sus sistemas nerviosos, los pasos se hacían más lentos, en fin, la idea de volver a las colinas doradas comenzó enseguida a hacerse sentir. Pero las valientes mujeres no dieron ni un solo paso atrás, estaban convencidas de que había que terminar con Starosta y sus injusticias, y eso fue lo que les dio la fuerza para, después de siete días de caminata, por fin, llegaran a la base del gigantesco monte, en las lejanas playas del ánimus. Hacía mucho frío allí; tenían hambre, sueño y elevado malestar. Si bien debían subir esa gigantesca montaña de piedras y tierra, primero había que cruzar un gran canal de aguas inquietas, violentas y correntosas, por lo que desfilaron de una orilla a la otra, a través de unos puentes amarillos que colgaban, viejos, pero resistentes. Estaban aniquiladas, así que, una vez allí, se acurrucaron detrás de unas rocas y se quedaron un rato esperando que se les pase el frío. Almendra durmió un poco; la pequeña niña, en cambio, no pudo.
Habían pasado un par de horas, ya estaban a punto de comenzar el ascenso, cuando de repente escucharon unos pasos acercarse de a poco. Se quedaron quietas, temblaban.

- ¿Qué hacen por aquí, muchachitas? – dijo, de golpe, una voz añejada por el maltrato del tabaco y el vino.

- Estamos buscando a Beto – respondió Almendra, seria, abrazando a la niñita.

-No temas, mujer – adujo el anciano, acompañado por tres hombres más jóvenes que él – no te haremos daño. Beto descansa en la cima de esta montaña desde hace más de quince años, triste, ermitaño, sin ánimos de recibir visitas. Me presento, soy Fermín, el hombre dirigente, y juntos nos hacemos llamar “Los Socios del Desierto”.

-Mi nombre es Almendra...

-… y yo me llamo Ana… – la interrumpió la niña que sufría de insomnio.

- ¿Ustedes nos podrían llevar a ver a Beto? – preguntó Almendra a los socios del desierto, casi suplicándoles.

- Yo no quiero comprometer al capitán – dijo el anciano que los lideraba – él habita en la cumbre y nosotros en la base, tras previo acuerdo de no invadirnos, ya que nosotros, como él, también fuimos exiliados a la fuerza por Starosta. Pero… para qué buscan a Beto?

- Queremos, justamente, destronar a Starosta – sostuvo Almendra con decisión y firmeza – Este lugar tiene que volver a ser poesía.

Los hombres se miraron entre sí, asombrados, como desencajados por lo dicho por Almendra, y enseguida se comprometieron con la causa, uniéndose al grupo. Comenzaron allí mismo el ascenso a la cumbre del gigantesco monte rocoso, en las lejanas playas del ánimus, convencidos de lo que hacían, orgullosos.
La subida fue larga, tediosa, pero consumada al fin. Trabajaron todo el tiempo en equipo, ayudándose unos a otros, sin pensar en ningún momento en echarse atrás. Desde arriba se veía absolutamente todo aquel maravilloso lugar, era grandioso; y justo en la esquina opuesta del tablero, se ubicaba el gran y monumental castillo del idiota Starosta, las nubes negras de lluvia ácida, la falta de animales, la extinción de la vegetación, los lagos secos, los esclavos, etc.; valga la redundancia, la imagen del imperio de un idiota.

-Aquí está – dijo Ana, señalando su gran nave hecha de fibra. Todos, enseguida, se acercaron a observarla. Habían escuchado por demás hablar de ella, pero nunca la habían visto. Ahora no había dudas, la nave era real; y el capitán Beto, el único que podía liberar a aquellos niños escritores y eliminar a Starosta, de una vez y para siempre.

En ese momento se escuchó un ruido dentro del inmenso aparato volador, como que alguien se movía allí en el interior. Todos se alejaron un poco de su alrededor, y la escotilla de la nave se abrió lentamente, como agregando suspenso, dejando ver descender de la misma a un hombre obeso y calvo, que apenas podía caminar. El olor a fritura, inmundo, que salía de allí adentro, es totalmente indescriptible, el asco y las arcadas se producen instantáneamente de solo pensar en él. Con un poco de cara de dormido y aspecto de modorra, este individuo venido a menos, con aspecto degradante, quedó mirando a los intrusos que, sorprendidos, no se animaban ni a parpadear, no emitían vocablo; esperando que alguien se animase a decir algo. Prendió un cigarrillo, les dio la espalda, y comenzó a orinar sin ningún tipo de pudor frente a ellos. Se tomó su tiempo en ese trámite, mientras los miraba de reojo, sosteniendo el pucho en uno de los extremos de su boca. Luego, acomodándose sus ropas plateadas, acercándose lentamente al grupo de extraños, entrecerró apenas sus ojos, tomó el cigarro con su mano izquierda y se sentó en una inmensa roca frente a ellos. – ¿Quiénes son ustedes? ¿Que quieren? – dijo, seco, con una voz arruinada, producto del vicio que tenía al tabaco de mala calidad que fumaba.

-Mi nombre es Almendra – dijo la muchacha, mientras su camisón celeste con voladillos blancos flameada al ritmo del frío viento de la montaña, dando un paso adelante, adelantándose a cualquiera de los integrantes del grupo que quisiera también tomar la iniciativa. – vinimos a buscarlo ¿Usted es el famoso capitán Beto?

El hombre miró el cielo. Luego se puso de pie (con dificultad), dio media vuelta e hizo un par de pasos, alejándose. Se quedó un momento de espaldas, en silencio y respondió – ¡No! Vayansé. Beto murió hace tiempo.

- ¡Beto! ¿Qué decís? Estas mujeres vinieron caminando desde el río púrpura, las colinas doradas y el mar silencioso, a buscarte ¿Cómo vas a decirles eso? ¿Dónde quedó aquél héroe desterrado que juró volver algún día y traer la dignidad nuevamente a su tierra? Quieren destruir a Starosta, nosotros nos sumamos… pero te necesitamos… – dijo Fermín, el líder de los socios del desierto, que conocía bien a Beto desde su temprana juventud.

Beto se acercó nuevamente a ellos, esta vez con una expresión avasallante de tristeza en su rostro, casi a punto de romper en un llanto inconsolable - ¿Me ves? Ya no soy aquel hombre superhombre que pregonaba la justicia incansablemente, que hacía lo que tenía que hacer. Starosta ganó. Me retiró a los límites, al igual que ustedes. Me robó mi anillo, asegurándose que jamás volviera… y lo logró. Ya no hay formas…

- … cuando me hablaron del Gran Capitán Beto, creí que se trataba de un semidios, de un titán… pero veo que se trata nada más que de un cobarde – lo interrumpió Almendra – vámonos de acá, vamos nosotros solos a hacer lo que hay que hacer – y se largó sola a descender la montaña, decidida a cruzar el gran tablero de ajedrez para llegar, así, a la gran fortaleza de Starosta, y hacer justicia por sus propios medios. Los demás, sin decir nada, la siguieron. Beto encendió otro cigarro y se quedó allí, apoyado en su inmensa nave, pensativo.

El viaje fue largo, eso es innegable. Después de pasar horas allí, Almendra, Ana y los socios; en las banquinas de las rutas argentinas, y con sus dedos súper ateridos de tanto esperar a ese auto que los lleve; a diferencia de la canción, el hombre que nunca venía, pasó. Pasó, los vio, frenó y los subió (sabía que llevaban buenas cosas). Pasaron meses allí arriba, hasta que, por fin, llegaron. Fue extraña la sensación, casi no sentían sus piernas, un bello abril los recibía. – Ya estamos acá – dijo Almendra. – es hora de terminar lo que empezamos ¿Entramos?

- Pará, piba ¿Vos querés entrar así, como si nada? Allá adentro está el tirano más grande que estas tierras jamás halla conocido – le advirtió uno de los socios del desierto, uno de esos tres muchachos que no hablaron en toda la historia. – Sacó entonces, del bolso que colgaba de su espalda, dos pistolas 9 mm., una escopeta recortada de doble cañón, un rifle de caza y un fusil automático ligero argentino, medio baqueteado; y los repartió – Ahora es otra cosa – dijo enseguida, riendo a carcajadas, y disparando al aire totalmente desencajado (ese hombre no estaba bien).

Ensayaron un rato disparándole a unos árboles secos que se encontraban en las cercanías del gigantesco castillo y, una vez que lograron manejar más o menos bien cada uno su arma, sobre todo las mujeres, se enfilaron en busca de la cabeza de Starosta.
Sin embargo, cuando estaban a punto de enfrentarse con los guardias que vigilaban la entrada, Ana se detuvo mirando algo extraño que se movía allá arriba, en los cielos. – Es Beto, es Beto… ¡Vino a ayudarnos! – gritó enseguida, contenta, disparando con su 9 mm. para que el resto se percate de lo que decía. Todos llevaron su mirada al infinito, y era verdad, era su nave la que se movía por los aires haciendo las inconfundibles piruetas que llevaban su sello personal. Así, entonces, movidos por la presencia de “el Capitán”, abrieron fuego, y entonando un violento sapucay, penetraron las murallas que rodeaban la residencia de Starosta. Nadie los podía parar, eran invencibles. Avanzaron de a tramos, tomando rehenes y ejecutando a aquellos que se interponían en su camino. Hay que admitir que la cosa no fue sencilla, pero lo lograron. Llegaron ilesos a encontrarse tête-à-tête con Starosta, quien, no dispuesto a renunciar tan fácilmente a su trono malogrado, metió a “los niños que escriben en el cielo” dentro de un gigantesco horno panadero (ensoñado), amenazando con calcinarlos en un segundo si no tomaban, todos, la iniciativa de abandonar inmediatamente sus intenciones. Estaba solo, sin nadie. Ni su Dios de la adolescencia se quedó junto a él, éste huyó inmediatamente cuando se enteró lo que estaba sucediendo.

-Starosta, estás acabado – dijo Almendra, apuntándolo con su FAL – todo el odio y la maldad que sembraste dejará de dar frutos hoy mismo. Sacá a esos nenes de ahí y entregate, esto no es un intento de negociación, es una orden.

Starosta empezó a reir con una típica carcajada de villano – ¡La extranjera cree que puede intimidarme! … pero que ilusa. – gritó iracundo, presionando la perilla que libera el gas, demostrando que era capaz de cremar vivos a esas pequeñas almas si no abandonaban rápidamente el lugar.
El gas había comenzado a salir por las válvulas, pero por más que el tirano no encendiera la llama, los niños iban a morir igual, asfixiados, intoxicados por aspirar la sustancia volátil. Almendra comenzaba a ponerse nerviosa, no podía contener esas inmensas ganas que tenía de dispararle en medio de la frente. En ese momento se escuchó un sonido raro que venía de afuera, un sonido agudo que obligó a todos a taparse los oídos, ya que era totalmente insoportable. Se hacía más intenso, se acercaba. Y de repente: “¡Boom!”. Traspasando una de las paredes de la habitación, entró la nave del capitán, salpicando pedazos de ladrillos, revoque y arena para todos lados. La escotilla se abrió y, dando un salto por los aires, como nadie hubiera podido imaginarlo, Beto se abalanzó sobre Starosta, tirándolo al suelo, y comenzó a darle golpes de puño en la cara. Tomó la mano izquierda del idiota y le quitó el anillo que, por más de quince años, le había sido expropiado. Mientras tanto, Almendra se precipitó y liberó a los niños que estaban dentro de la gigante cocina de panes. Beto, luego de haber dejado en estado inconciente a Starosta, lo cargó a bordo de su nave y partió con él. Nadie supo nunca más qué fue lo que hizo con el malvado monarca, y jamás ninguno se animó a preguntarle, cuando éste regresó, al tiempo.

- ¿Cómo se llama este lugar, Félix? – preguntó Almendra al líder de los socios una vez que todo volvió a la normalidad, respuesta que nadie había querido darle antes.

- Ahora, y sin ningún tipo de dudas, cualquiera de nosotros podría responderte eso. Esto es Spinettalandia. Quizás cuando lo preguntaste, anteriormente, nadie te lo respondía porque no era Spinettalandia, era otra cosa, y la nostalgia no lo permitía. Pero hoy este lugar vuelve a ser poesía, como siempre debió haber sido, y si no fuera por vos, esto jamás hubiera cambiado. – le respondió el anciano, sonriendo. Almendra también sonrió, y se sentó en el inmenso tronco que descansaba a orillas del río púrpura, el mismo lugar en el que conoció a Ana. La pequeña niña había logrado dormir después de la hazaña y ahora jugaba sobre la alfombra con sus amigas las hadas. Estaba muy feliz.
De repente, sintió que un fuerte olor a gas seguía flotando en el aire, comenzaba a marearla, la cabeza comenzó a dolerle y entró en una especie de estado confusional, cayendo al suelo, desmayada.

- Almendra… Almendra… ¿Me escuchas? ¿Estás bien? – le decía una voz, alguien le hablaba, pero su vista estaba borrosa y no alcanzaba a reconocer quién era.

- ¿Ana? ¿Félix? ¿Beto? – preguntaba Almendra, todavía confundida. Esperó un rato, cerró los ojos, respiró profundo, intentó relajarse. No entendía que era lo que sucedía.

- Almendra, por favor ¿Querés que vayamos al médico? ¿Cómo te vas a poner a limpiar el horno con el gas abierto? – le dijo la persona que intentaba reanimarla. Al instante cayó, era su hermana Ludmila, que la encontró en camisón, con el disco de Spinetta Jade a todo volumen, la cabeza metida adentro del horno, una rejilla amarilla en una de sus manos y el gas abierto. – respondeme, te lo pido. – insistía la joven, asustada.

- Estoy bien, Lud. – le respondió Almendra con un hilo de voz, tocándose la cabeza, molesta. - ¿Acaso todo lo que viví no fue real?

- ¿De que hablás? Yo llegué a casa y el olor a gas que había acá adentro era insoportable, así que abrí enseguida las ventanas para ventilar un poco el ambiente y te vi a vos metida ahí adentro, me asusté mucho…

Almendra se recompuso con un poco de ayuda de su hermana. Estaba confundida. Había sido todo tan real que no pudo resistir la tentación de acercarse al horno para ver si la puerta a Spinettalandia era de verdad, sin embargo su hermana se lo prohibió. Se sentó en el sofá a mirar el atardecer por la ventana. El sol teñía el cielo de un color cobrizo, y ella seguía pensando en su increíble aventura. No podía haber sido todo un simple sueño. Fue en ese momento cuando vio volar por los aires un objeto extraño que hacía piruetas locas. Era el Capitán Beto, amo de los amos en el aire. Sonrió cómplicemente y se quedó tranquila. Puso nuevamente el disco de Spinetta Jade, su favorito, y se acostó a dormir un rato. Necesitaba descansar después de tanta acción.

1 comentario:

Diario de un PEaton dijo...

Es un gusto llegar aca, en este espacio que me deja mucho, ante la algarabia y la costancia de tus letras. vos sabes que tenes el talento para seguirte muriendo entre el venono licencio de los puntos, de las comas, verbos y sustantivos que nosotros como hombres de este mundo ajeno y sentido de la hoja en blanco nos resulta toda una aventura desimil de la imaginacion.


VOS sabes que como un buen
no-licenciado en esos menesteres del viejito de freud, no me queda mas que escapar por las malas del pie del altar......

Atte, francisco Rico.