jueves, 12 de enero de 2017

Hasta Ayer

La muchacha de mis cuentos es de ese estilo de musas que te agarran de los pelos y te revuelcan inmediatamente por algún papel. No tiene sentido aclarar, entonces, que comencé este pequeño escrito sobre el reverso de un folleto publicitario de una empresa distribuidora de sodas y gaseosas. Las manos se agitaban, las palabras chocaban en todos los vértices del cuerpo. No era la primera vez que me sucedía algo así, pero sí había pasado mucho tiempo sin experimentar la sensación, el afecto en la carne, en la piel. Fueron muchos años sin estos destellos. Parecía la primera vez. Con la muchacha de mis cuentos, siempre es la primera vez. Ayer es la primera vez.
            La perdí una incontable cantidad de veces, incluso en mi afán por retenerla. Ella es fugaz, evanescente. Sufrí hasta que comprendí el modo, la lógica, su esencia. Fue así, que en alguna de aquellas ocasiones que la perdí, también me perdí yo. Me fui. Caí. El mundo es un laberinto del que sólo se sale por arriba, como dicen. Bueno, yo salí y nunca más pude volver a entrar. Hasta ayer. En el camino, fui seducido por musas de poco valor inspirativo. Ofrecían sus encantos, su tiempo, sus almas. Me ofrecieron espejitos de colores, y yo les compré. Fueron mentiras hermosas. Disfruté cada una de ellas como si fueran verdades máximas. Me distraje, y así pasaron años. Nunca me percaté del opaco color del cielo y de las rosas. No volví a escribir hasta ayer.
            En algunos momentos del viaje, me detuve a extrañarla. Fantaseé. La recordé a ella y todas sus consecuencias. Pero continué, como continúa el cauce del río, sin preguntarse demasiado a donde va, porque ya lo sabe. La locura, el ruido, el desamor, las malas costumbres, el tabaco, el maquillaje, entre otras cosas, fueron teniendo lugar, cada vez más lugar. Muchísimo lugar para algunas cosas, y poco para otras. El mundo no es simétrico, y nosotros cooperamos con ello. Sin embargo, el destino, la casualidad, el camino, quién sabe porqué, hizo que nos cruzáramos. El deseo que pregoné en mi último cuento se concretó: volverla a ver. Todo era de una manera, hasta ayer.
            Su cabello caoba, sus ojitos, su sonrisa. Sus pecas, su rebeldía y su picardía. Ella, toda entera: que placer. Registré cada momento del encuentro, cada detalle, cada rasgo, cada gesto. La tensión entre nuestros cuerpos, vestidos. El erotismo que cargaba cada una de nuestras miradas al cruzarse. La simpleza de algo que es muy potente, pero que no tiene nombre. Lo imposible. La ridiculez de perder las oportunidades por miedo a perderla a ella. El constante abatimiento por evitar lo inevitable.
            La cordillera y yo ardiendo. Nuestros regalos. Rosario. Los chicos. Todo se enhebraba, juntos reconstruíamos aquel pasado. Éramos nosotros, lo comprobamos todo el tiempo. Nos devoramos en silencio, y lo disimulamos muy bien. Nos tentamos, pero siempre con un gran manto de cordialidad. Qué espanto. Siempre igual. Ella sigue intacta, es como el vino, como la guitarra, como las mejores cosas del universo: el tiempo le sienta bien, muy bien. Incluso hoy me gusta más que ayer.

            Nos despedimos, como quien sólo se va. No quería irme, es la verdad. Fueron un par de horas, pero podrían haber sido años. Sin embargo, lo bueno dura poco si no se lo cuida. Nunca me gustó pensar que todo tiempo pasado fue mejor, pero esta vez sí estoy un poco de acuerdo con ello. Y cómo alguna vez deseé volverla a ver y así fue, hoy espero más mañanas como ayer. 

lunes, 23 de julio de 2012

Danza aporética


Eran las tres de la madrugada, y cuatro nenitas bailaban sin importarles nada. Formaban una especie de ronda, mientras se tomaban de las manos y sacudían, sobre el parqués, sus descalzos pies como intentando pisar un bicho que andaba por ahí. Algunas cerraban los ojos, otras sonreían; y todas al mismo tiempo, sumergidas en una especie de vals ligerito ejecutado sólo por un piano, movían sus siluetas desinhibidamente, sosteniéndose de a ratos los vuelos de sus vestidos celestes, y estallando en carcajadas por momentos.
De día y de noche, sin detenerse, las chiquillas bailaban al compás de la música del piano. Las ventanas del chalet siempre estaban mostrando la escena al exterior -como con una discreta intencionalidad exhibicionista-, con las cortinas perfectamente corridas hacia las orillas. Adentro, no había nada. Un cuadro afinadamente minimalista -al extremo- se pintaba detrás de aquellos cristales, donde sólo estaban las niñas, el piso de parqués, y el sonido de un piano. Era inevitable pasar por afuera de aquella casita y no echar un vistazo hacia adentro, de la misma manera que se tornaba inaguantable observar demasiado tiempo la infinita y misteriosa danza.
El tiempo había pasado, el presente era testigo de ello. Si. Y sin embargo, a las mocositas ni se les notaba. Décadas enteras así, haciendo girar muy despacio la ronda, y atrapadas en una alegría eterna, despreocupadas. Las cabelleras se columpiaban de un lado a otro, sin perder el brillo ni la ternura; y el piano no dejaba nunca de sonar.
La historia, a pesar de todo, discurría. Como ahora, se llevaba el mundo por delante, destruyendo sin ton ni son lo que se había construido antaño. Pero dentro de aquel salón, no. Era una especie de célula perpetua, donde las cuatro pequeñas danzaban divertidas, sin saber exactamente cuando empezaron a hacerlo, y tal vez sin dejar de hacerlo jamás.
Lo que nadie sabía era la condición lógica de esta aporía, dentro de la cuál era inexorable que el vals sonara para que los pies de las muchachas se movieran, ya que si este dejaba de hacerlo, ellas no podrían continuar. De la misma manera, era condición igualmente inexorable que los pies de las niñas se muevan para que el piano siga sonando, de lo contrario el piano se detendría y el vals ligerito daría lugar al silencio. Condicionada, así, la situación por estas reglas, ellas bailaban desde hacía muchísimo tiempo, sin interrupción ni descanso. A su vez, y más allá de lo insoportable que tiene lo inconcluible, nadie nunca las estorbó. La gente nacía, crecía, pasaba por afuera de la casa del misterioso baile, miraba por la venta, se tocaba el mentón (un par de veces), volvía a pasar algún que otro día, así envejecía, y moría.
De esta manera, y planteadas así las cosas, parecería tratarse de una cuestión no muy lejana a la de “el huevo y la gallina”. Sin embargo, a todo esto se le agregaba la particularidad de que no había piano en aquel salón, sino sólo su música, lo que hacía que todo fuera aún más complejo. El sólo hecho de que existiera tal piano hacía necesario, que a su vez, hubiera un pianista; lo que estaba fuera de aquella lógica que mantenía la escena. Estonces… de donde venía la música? De ningún lado.
Existe una teoría psicológica que sostiene que, frente a fenómenos que se presentan de manera desordenada, nuestra percepción se organiza del modo más simple para que esto pueda ser captado. No es algo nuevo, en absoluto. Se trata de la ley de la buena forma, y gobernados bajo este precepto, todo el mundo supuso la existencia de un vals; quizá por el ritmo con el que las niñas se movían, tal vez por el baile en sí. No lo sé. Desde afuera, concretamente, no se escuchaba ninguna música; pero alguien dijo una vez que se trataba de un vals, y esa versión se empezó a desparramar por todo el vecindario, hasta devenir verdad.
Lo cierto es que uno puede gastar palabras, y escribir hojas y hojas y hojas sobre esto. La clave se centra, igualmente, como pasa siempre, en otro lado. Las niñas bailan, en realidad, porque no tienen nombres. Es el motor de todo su acto. Cuando alguna de ellas, cualquiera, sea nombrada; inmediatamente se detendría. Lo que usted tiene que saber, lector, es que si el baile se interrumpiera, esta historia finalmente concluiría; y en contrapunto, una desgracia ocurriría. La vida de las personas se volvería rutinaria y vacía, seríamos invadidos por tics, inhibiciones e imposiciones morales. A su vez, le tendríamos miedo a nuestros propios deseos, y nuestra existencia sería algo extremadamente parecido al baile de las muchachitas, algo alienante y sin final.
El hecho de que ellas bailen eternamente, es el aval lógico de que nuestro devenir sea finito y concluso; de poder gozar de principios y de finales. En fin, ellas garantizan el orden del tiempo, el día y la noche, las estaciones, etc. De este modo, y frente a semejante responsabilidad, pretendo ponerle puntos suspensivos a esta historia, evitando nombrar a alguna de las bailarinas, y así protegernos de una fatalidad. Con la misma intención, suplico a los demás escritores que alguna vez tomen este cuento entre sus manos, que se abstengan de la compulsión obsesiva de nombrar a alguna de las nenitas bailarinas. Y sin que esto último haga de final, me despido…




























… y una de ellas se llama Lucinda.

miércoles, 16 de mayo de 2012

HUMOBERTO Y SU HUMONIDAD

"Las historias de vecinos son infinitas…", me dijo una vez un viejo, mientras se limpiaba, impaciente, las orejas con la llave de su estanciera. Y es cierto. Si, son infinitas. Estoy totalmente de acuerdo con ello. Las hubo, las hay, y las habrá. Siempre, y en todo momento, hay una historia preparada para adjudicarle a algún vecino. Tragedias, hechos afortunados, desgracias, sucesos mundiales, incidentes, desventuras, episodios paranormales, leyendas, aconteceres únicos, etc. Se trata de esos relatos que pululan en la gran y heterogénea amalgama cultural; generalmente contados, una y otra vez, en reuniones sociales, festines o antes de que un niño se duerma.
El autor siempre es anónimo, y los personajes son tan irreales que es inevitable negarle cualquier tipo de credibilidad a lo dicho. Es lo contado sobre lo contado, donde siempre aparecen detalles distintos y cualidades propias de la historia añadidas por el vocero de ocasión; dependiendo, a su vez, del estado emocional, físico y de sobriedad del mismo. Incluso, nadie podría desechar la idea de que pasa algo más o menos parecido con la Biblia. Jesús es el caso paradigmático y clásico, es decir, es el Vecino por excelencia; y quienes hablan de él, es decir, los sacerdotes, siempre están con una o dos copitas de vino encima. La diferencia sustancial, lo que ha pasado con el resto de los cuentos de vecinos, es que no se ha podido llegar a endiosarlos, pero a los fines, es prácticamente lo mismo. Cómo en todos los casos, hay gente que cree ciegamente en uno de esos mitos, y por otro lado, otro montón de personas que se aferran a otro; y discuten, debaten y pelean por demostrar quién tiene razón. Lo peor de todo, como ocurre siempre, es que una vez que uno de los grupos demuestra tener la razón, no sabe, después, qué hacer con ella. Pero eso es otro tema.
Volviendo a lo que decía, las historias de vecinos vienen de todos lados y se dirigen hacia ningún lugar. Son como una madeja de interpretaciones y comentarios difusos y, por momentos, realmente confusos. Por lo que, diferenciándome de todo esto, propongo contarles "La historia del hombre que vive al lado de mi casa", distanciándome del paganismo primitivo de "Las historias de vecinos". Esto no es un capricho, sino un gesto coherente; coherente como esta historia y las aceitunas descarozadas, o el volar intranquilo de una mosca que se le hace agua la boca por la baba que se acumula en las comisuras labiales.
El hombre que vive al lado de mi casa padeció, un día, una de esas desgracias que no tienen nombre. El pobre tipo, casado hace más de una docena de años con una mujer de carácter complicado, como si tuviera una ingesta de trotyl todo el tiempo, y con dos hijas medio retardadas; fue victima de lo que se llama "Un efecto de contravicio". El desgraciado, que se hacía llamar Beto, pero que en realidad se llamaba Humberto, y al cuál finalmente bautizaron Humoberto; cayó en una de esas trampas del destino que dejan atónito a cualquier curioso, lo que marca la pauta de que no siempre lo mejor es lo que está por venir. Pido perdón al lector por este exceso de pesimismo, pero a veces el la única forma que tiene un humilde y desesperanzado escritor de hacer más interesante un escrito totalmente inocuo. La cosa fue rápida, no hubo mucho para andar pensando ni analizando. De repente, imperceptiblemente y sin señales (como toda desgracia); de un momento para otro, mientras fumaba (cómo todas las noches) su cigarro “… de antes de ir a dormir”; se desintegró. Si, como lo lee; y nada volvió a ser como antes: literalmente se hizo humo.
Esa noche, después de haber cenado; salió al patio, como la rutina lo tenía acostumbrado, con un pucho en una mano y el encendedor en la otra. El clima era otoñal, por lo que no estaba muy abrigado. Se sentó al borde del gran cantero de cemento, donde crecían los pensamientos, miró el cielo, y encendió el cigarrillo sin apuro; mientras disfrutaba del silencioso momento bajo una tenue luz de farol de jardín. Fue ahí, mas o menos después de la segunda pitada (aunque algunos aseguran que fue después de la tercera), cuando aquel pequeño cigarro que sostenía entre dedo y dedo, se lo fumó. Al modo de una aporía, no se sabe bien si se trata de una nueva enfermedad, de un error de la naturaleza, o qué; pero desde ese momento quedó, nada más ni nada menos, que reducido a una mediana nube de humo de tabaco, flotando a medio metro del suelo.
Se expandía, se disgregaba, se concentraba, se deslizaba por el aire, y se volvía a contraer. Iba para un lado y para otro, a veces movido por las corrientes de aire, otras veces revuelto con violencia por las turbulencias del ventilador de techo. Su mujer estaba enfurecida e irritada, y además de tratarlo con más desprecio que antes, ahora lo atacaba con el fundamento de que él siempre fue de esa gente que va para donde va el viento. Durante el día, era inhalado y exhalado cientos de veces por su familia, y combatido constantemente por desodorantes de ambiente. El aire en su casa estaba todo el tiempo viciado y nebuloso, generando un clima nauseabundo. Sus hijas tosían como caballos, mientras lagrimeaban, medio asfixiadas, quejándose histéricamente de lo que había pasado, y pidiendo a gritos que las dejen ver la novela de la tarde. Así pasaba el tiempo para Humoberto, hasta que llegó un momento en el que su presencia se hizo completamente intolerable, e intentaron guardarlo en frascos, en bolsas y demás recipientes; pero fue imposible.
A todo esto, se le agregaba el hecho de que no sólo no podía estar tranquilo en su propia casa, sino que no podía ir a ningún lado; ya que desde que el Estado prohibió fumar en lugares cerrados, se le negaba el acceso a todo sitio. De todas maneras, y para no perder la costumbre, acompañaba igualmente a su esposa hasta la puerta del cine, hasta la puerta de los bares y restaurantes, y allí la esperaba hasta que salía. Pasaba el tiempo haciendo figuras en el aire, camuflándose en el smoke urbano, y provocando estornudos en la vía pública a las viejas copetudas y fanfarronas.
En un principio, todos en el barrio, y fundamentalmente su irritable (e irritante) familia; tuvimos la esperanza de que fuera sólo una cuestión de tiempo. Tal vez, fumar un cigarrillo en el mismo lugar, a la misma hora, y después de haber hecho perfectamente todo lo que él hizo con anterioridad a ese momento, al modo de un ritual; pueda generar el mismo fenómeno en forma invertida. Pero no. No había manera de corporeizar a Humoberto, quién ya disfrutaba de su nueva humeante condición.
De más está decir que no es fácil ser humo. Si bien su transición de ser-humano a ser-humo, su pasaje desde una condición de Humanidad a "Humonidad"; fue al modo de un salto cualitativo instantáneo, no fue sencillo acomodarse a las vicisitudes que le impuso su nueva vida. Si bien, había algo de añoranza en su flotar, en su discurrir, quizá una especie de nostalgia por aquel hombre que se humonizó, y que finalmente devino una pitada eterna; no había nada que perder. Tal vez en otro relato se transforme en otra cosa ¿Quién sabe? Y como “No hay mal que por bien no venga”, tal como reza el dicho popular; una desgracia, muchas veces, puede ser lo mejor que le puede pasar a alguien. Y el caso de Beto, Humberto o Humoberto; es la prueba necesaria y suficiente de que las cosas cambian, ya sea para bien, ya sea para mal. No importa. Y este, además y a pesar de todo, es el ejemplo cabal de un cuento que pretende ser pesimista, y concluye de manera demasiado optimista. ¿No? De hecho, Humoberto, después de la metamorfosis, dejó de fumar.


miércoles, 9 de mayo de 2012

Es-Cuchar-a... el Té-léfono sonar. La existencia y el fin de la Eternidad.


Había pasado horas sentado en la mecedora, columpiándose lentamente, al modo de un pequeño navío en aguas mansas; contemplando una cucharita de metal. Si, una pequeña cucharita que cobijaba una gota de té en su vientre, como protegiéndola. El utensilio posaba, a su vez, sobre una mesita ratona de madera, algo desvencijada por el paso del tiempo, carcomida, enclenque, gastada. No había nada más allí arriba que esa cucharita, y su esplendor. Él se acercaba y se alejaba, en un constante vaivén, mientras se preguntaba (cómo ya lo habían hecho otros) <<¿Será esto la eternidad?>>. La forma oblicua y sesgada de aquella panza algo torcida le recordaba los días de lluvia y sol, y finalmente, el misterio del Universo.
Definitivamente, no se trataba, bajo ningún concepto, de filosofía ni nada parecido. Era más bien un acto de cucharología, donde su retina, mediante una observación en movimiento, intentaba captar el fenómeno ¿Qué pensaría aquella gota de té sobre la vida? ¿Acaso su vida no dependía, apenas, de aquella cucharita? ¿Y si el Universo no fuera más que una gota de té sobre la cuchara de algún Dios que, al igual que él, se mece en una silla, contemplándolo? Entonces, eso sí tenía algo del orden de la eternidad, de lo divino. En fin, sonó el teléfono ¿Se trataba, acaso, del Apocalipsis? No atendió, sólo soportó el sonido con los ojos cerrados.
Solía sumergir sus pies en una palangana con agua tibia y sal, cuando llegaba a su casa. Se trataba de uno de esos máximos placeres que sólo proveen las cosas simples. De ese modo, y en silencio, soñaba echar raíces, como si fuera un ciprés, de esos que casi acarician el cielo, mientras hunde su alma en lo más profundo del planeta. Estaba convencido de que su soledad era su mejor compañera, porque podía soportarla sin estar triste (como la soledad del ciprés) y sigo el paréntesis después de haberlo cerrado, porque puedo darme ese lujo; ya que el ciprés, penetrado por la tierra, el agua, el aire, el cielo y la luz del sol, vive aunque nadie piense en él, sin una alteridad que lo haga existir. Pero aquella noche, a diferencia de lo de todos los días, y quizás movido por su vespertina reflexión, remojó sus pies en té.
Le tomó trabajo llevar la bañera con la infusión, pero lo logró. Acercó, con paciencia, su mecedora al borde; encendió un cigarrillo, y metió suavemente sus desnudos y huesudos pies. Experimentó en carne propia lo que siente una cuchara, revolviendo aquel líquido amarronado, mientras el té se le filtraba entre los dedos, para aquí y para allá, y el azúcar se amontonaba en el fondo, escapándosele. Entró, así, en una especie de plano paralelo, donde ya casi ni respirar necesitaba, se había desprendido se la corporeidad que lo hacía hombre a imagen y semejanza de aquel Dios. Oía las charlas de un bar imaginario a su alrededor, voces que venían de todos lados y se dirigían a ningún lugar; y su anonimato, su anonimato se hacía ley. Las vibraciones del murmullo corrían por su cuerpo, que entraba poco a poco en resonancia con ellas. Lentamente se volvía metálico y transversal. Era energía que fluía en forma de cuchara, se dislocaba, se torcía y rechinaba. Ya no era él, había una mano que lo movía y lo golpeaba contra los bordes de una taza blanca “tin-tin-tin-tin”, contra los bordes del Universo, tal vez.
Luego de un rato, se acostó en su cama, que era un platito de cerámica, boca arriba, y de reojo podía vigilar las gotas que habían quedado en su empeine. Estaba preso de un estado cucharil: se había acucharado. No había vuelta atrás. Él mismo era ahora una cuchara, y podía percibir los ojos de Dios acercarse y alejarse, desde su mecedora. Concretamente, era el trance de la eternidad. Era inmortal. Y el teléfono sonó nuevamente. Esta vez, atendió. No estaba tan solo como pensaba. No estaba tan aislado como realmente quería: un grupo de cipreses, en la Patagonia, pensaba en él.

viernes, 9 de diciembre de 2011

La denuncia



“De sus axilas extrae el hombre
la cera necesaria para forjar
el rostro de sus ídolos”
-Nicanor Parra-


Antes que nada, y antes de que pierdan tiempo leyendo esta bazofia, les aviso: den vuelta la página. Ya ven, el que avisa no traiciona. Si siguen leyendo es porque son tan porfiados como yo, obsesivos, manipuladores, miedosos, víctimas de la eterna duda de “lo que hubiera podido ser”, un poco mentirosos, vergonzosos, tímidos, y tal vez, apenas, sientan, en determinadas ocasiones, un poquito de envidia. Y, sin embargo, siguen la lectura, como si no les importara darme la razón. Bueno, esta pequeña historia está basada en la certeza de que nada es perfecto en la vida, y digo esto intentando evitar toda cuota de pesimismo, aunque no creo que lo logre. Fundamentalmente, lo que quiero contarles es, dentro de todos mis días vividos, uno que fue particularmente consternante, pero no por eso olvidable, a pesar de que lo escribo, justamente, para eso, para no olvidarlo.
Como decía, nada es perfecto, ni siquiera la certeza-de-que-nada-es-perfecto es perfecta, por lo que, todo parece ser más complicado de lo que parece. Y es así, uno empieza hablar de estas cosas, y siempre termina citando a Freud, a Marx, a Nietzsche; haciéndolos decir un clericó de farsas. Y, sobre todo, de lo que se trata, en última instancia, es de los criterios que uno podría llegar a tomar en cuenta para definir “lo coherente” acerca de un acontecimiento cualquiera. ¿Cuántas veces pasan cosas realmente extrañas, aciagas, sucesos de naturaleza abominable, ominosas; y uno, chupado por la vorágine de lo cotidiano, ni se percata? De lo que se trata aquí, es justamente de eso, de percatarse.
Estaba yo, en uno de esos días que siempre se parecen al anterior, leyendo, tal vez, cocinando ¿Quién sabe? Lo que me pasa, y que ya he contado muchas veces a mi analista, es que después de cualquier acontecimiento violento, me olvido de todo lo que hice inmediatamente antes. Él dice que es una amnesia neurótica, no se qué cosa del complejo de Edipo, y blablabla. Yo le pago, y él me insulta: Así está el mundo, señores. Lo cierto es que, mientras yo hacía eso que ahora no recuerdo, unos cascotazos golpearon contra las ventanas de mi casa, haciéndolas estallar. Pedazos de concreto, como proyectiles, me invadían, y enseguida había vidrios por todos lados, desparramados a lo largo y a lo ancho del living. A su vez, los trozos de roca, pegaban contra los muebles y en los adornos que reposaban sobre ellos, provocando todo tipo de destrozos. Era lo más parecido al bombardeo Nazi a Inglaterra que había visto en mi vida. Yo, mientras esto pasaba, quedé inmóvil, carcomido por la sorpresa, estupefacto, turbado. En primera instancia, no entendía nada; y en segundo lugar, tenía mucho miedo. Al principio pensé en asomarme y, de esta manera, poder ver quién se había ensañado conmigo. Pero después, como siempre me pasa, me dio un ataque de pánico, y bueno, me vi muerto allí, entre todo ese caos. Quedé tendido boca arriba, entre vidrios y cascotes. La presión en el pecho, la taquicardia, el dolor en el brazo izquierdo, la falta de oxígeno, hicieron que me autodiagnosticara un paro cardíaco, e inmediatamente empecé a imaginarme quién encontraría mi cadáver allí, quién sería el primero en hallarme, qué haría. Llegué a imaginar mi velorio lleno de gente, incluso la presencia de aquellos que me odiaban. Las miles de coronas distribuidas por ahí, que llegaban de todos lados, los comentarios, los llantos, etc. Sin embargo, nada de esto me asombra. Mi analista dice que es una respuesta de defensa frente a una supuesta ley simbólica, y no sé que otras cosas; por otro lado, mi médico me da una pastillita, y se me pasa. Así que, hice eso, me tomé esa pastillita, y al rato ya estaba mejor.
Yo les advertí que no sigan leyendo esto. No les va a gustar. Pero bueno, pienso seguir escribiendo. Cuando logré reintegrarme de aquel inconveniente, no pude dejar de preguntarme: ¿Quién sería mi enemigo? ¿Qué habré hecho para que me hagan eso? La verdad es que, cuando me asomé para afuera, luego de tres horas, mas o menos; ya no había nadie. Y pensé, y pensé… y entre tanta gente, no se me ocurrió quién pudiera llegar a ser el vándalo que apedreó mi morada. Lo que sí me pasó fue que, esa noche, no pude dormir. Tenía la constante sensación de que, en cualquier momento, entraría alguien por la ventana a asesinarme, encapuchado, tal vez con un arma blanca, quizás con un revolver. Cualquier pequeño ruido era suficiente como para que me levantara y echara un vistazo hacia fuera, mire por debajo de la puerta de calle, y terminara escondido en el baño, en posición fetal, en la bañera. Quizás puede sonar un poco extraño todo esto, pero mi obsesión por los detalles a veces hace que mi relato pierda el hilo. Sin embargo, no pienso pedir disculpas, yo les dije que no sigan leyendo. Jodansé.
Como les contaba, esa noche fue horrible. Lloré. Llamé a la policía unas dieciséis veces -siempre número par, para evitar todo tipo de yeta-, pero como de costumbre, me tomaron el pelo, y nunca mandaron los cinco patrulleros que demandaba. Probé con rezar, para tratar de tranquilizarme, pero fue inútil. El insomnio me impidió, incluso, ponerme en posición horizontal. No hubo forma.
La semana pasada me había pasado algo parecido, pero fue después de leer algunos cuentos de Poe. Cuatro ataques de pánico consecutivos. Leer no siempre hace bien. Pero todo eso no viene al caso. Lo cierto es que, ni bien el sol se colgó en el cielo y algunas personas empezaron a deambular por la calle, tomé la decisión de ir personalmente a la comisaría a hacer la denuncia. El hecho de que hubiera gente caminando allí afuera me tranquilizaba porque, si algo me llegara a pasar en el camino, tendría testigos. De todos modos, en el camino de mi casa a la comisaría, no pude dejar de sentirme observado. Cualquiera de todos ellos podría ser el victimario. A esa altura, desconfiaba de mi vecina, doña María -una anciana viuda, de unos ochenta años, a la que le envenené el gato, porque tenía la seguridad de que el pequeño felino me espiaba y divulgaba información sobre mi vida privada a los demás gatos del barrio, y se reían de mí-; también de Pepe, el jovencito que atendía el kiosco de la esquina -al que una vez le llevé todos los caramelos que me había dado de vuelto durante un año, y se los desparramé sobre el piso y el mostrador, mientras lo insultaba a los grito, al muy ladrón-; incluso de José y Carlos, la pareja gay que vivía frente a mi casa -a los que les revisé la basura durante mucho tiempo. Es cierto que me saludaron muy amablemente y hasta se acercaron a preguntarme por mis ventanas, pero por las dudas no les devolví el saludo. Si ellos no habían sido, seguramente sabían quién fue; y sin embargo, me mentían. Es siempre la misma historia.
Bueno, la cosa es que llegué, finalmente, a la comisaría. Entré, en silencio, y me dirigí al mostrador. En uno de los bancos, esperando, había un tipo con el brazo vendado y lentes negros, acompañado por una mujer colorada y muy pecosa, que no dejaba de fumar. El hombre ni se movía, es más, ni se le notaba la respiración. A su lado, la mujer, bastante demacrada, tenía las piernas cruzadas, y sacudía la izquierda con gran entusiasmo, como pateando el aire. Estuve un rato apoyado ahí, golpeando suavemente la superficie del mostrador con la yema de mis dedos. Después lo dejé de hacer, ya que me dio un poquito de asco. Más o menos, a los quince o veinte minutos de haber estado ahí, se dignó a aparecer una uniformada, masticando un chicle que, por su forma, tenía varias horas entre sus dientes.
- ¿Quién sigue? – preguntó gritando, mirando a la puerta, ignorando la presencia de cualquiera de los tres que estábamos allí. Luego de aquel berrido, un silencio acompañó el cruce de nuestras miradas, y yo me animé a hablar.
- Yo… - contesté con apenas un susurro.
- Bueno… y que te pasó? ¿Qué necesitas? – siguió preguntando, mirándome de una manera desafiante, como queriéndome decir “Que rompe bolas que sos, nene”.
- Vengo a hacer una denuncia – dije con vos grave, con seguridad, apoyando de nuevo mi mano sobre el mostrador-. Resulta que ayer, yo estaba en mi casa y me rompieron las ventanas a piedrazos, y…
- Bueno, bueno, bueno… -me interrumpió- … esperá. Ahí vengo. –agregó, y se fue-.
Nos quedamos los tres ahí, sentados, de nuevo esperando. El sol ya se hacía más fuerte, se acercaba el mediodía, y todo empezaba a calentarse. Y yo, si hay algo que detesto es esperar, y más cuando una colorada insoportable te fuma al lado. La cristiana esa no dejaba de largar humo, y con el miedo que le tengo al cáncer de pulmón por fumador pasivo, empecé a ponerme un poco más nervioso de lo que estaba. Me paré y empecé a caminar por la pequeña sala de espera, y sentí que la presión empezaba a bajarme, comencé a ver todo medio borroso, hasta que me senté y empecé a respirar por la nariz y a exhalar por la boca, practicando uno de esos ejercicios de relajación que alguna vez aprendí haciendo reiki; mientras buscaba el sobrecito de sal que llevo religiosamente en mi bolsillo derecho, intentando evitar todo tipo de desgracias frente estos incidentes. En fin, me tomé la dosis de sal, y me quedé sentado un rato allí, hasta que me sentí mejor. De todos modos, entre esa gente tan extraña, el calor, el lugar y la espera; empecé a ponerme un poco ansioso.
Más o menos, a la media hora, mientras seguía sentado ahí, llegó un patrullero, que estacionó en la puerta, y bajó un policía que, al entrar, saludó con un “hola” medio seco, mientras cruzaba el mostrador y se metía en la sala que estaba del otro lado.
- ¡No! ¿Estás mirando la última de Nicolas Cage? Me dijeron que está buenísima –se escuchó decir.
- Si… vení. Sentate.
Y así, como quién no quiere la cosa, se empezó a oír el sonido de un televisor, como si le estuvieran subiendo el volumen. Y de repente, la sala de espera se llenó con los sonidos y el audio de “la última de Nicolas Cage”. Yo, enseguida, miré al supuesto cieguito y a la colorada, como intentando encontrar alguna complicidad, pero fue inútil. Los dos monigotes estaban como pintados sobre banquito, y la loca no dejaba de sacudir la pierna izquierda. Parecía una provocación. De todos modos, respiré hondo, me puse de pie, y me paré de nuevo frente al mostrador, tratando de espiar qué hacían allá adentro. Y al ratito, vino el policía que había entrado último, con el mate en una mano, y una factura en la otra.
- Si ¿Qué necesita? –me preguntó sonriendo.
- ¿Que tal? Vengo a hacer una denuncia –volví a explicar, ya relajado-. Resulta que ayer me rompieron los vidrios de la casa a piedrazos y…
- ¡Ah! Una denuncia. Bueno, esperame un ratito. Ya te atienden –me interrumpió, mientras le daba un último sorbo al mate. Después volvió a meterse en la habitación que estaba del otro lado del mostrador-.
Al principio, pensé: “¿Esto es una joda?”. Inmediatamente, crucé el mostrador, abrí la puerta que, entreabierta, dejaba ver movimientos, y entré a la misteriosa sala, a exigir una explicación. Sin embargo, allí sólo vi un televisor, y una mesa donde había una pava tibia, un mate y un plato con dos facturas –obviamente, quedaban las de crema pastelera. Me quedé un instante ahí, y enseguida descubrí otra puerta que daba a un patio. Por supuesto, allí fui.
Lo que sigue es algo realmente fuerte. Como dije al principio: “nada es perfecto”. Su plan no era perfecto, y tampoco mi dicha. Los vi, y durante los primeros minutos no pude creerlo. Muchas cosas empezaron a cerrarme, y comencé a entender la lógica del mundo. Estaban ahí, practicando, para no fallar. Tenían esa inmensa montaña de escombros, piedras y cascotes, y algunas ventanas en el fondo de aquel patio, a las que se las lanzaban, mientras reían. Y entonces, ya no sabía bien quiénes eran los policías, y quiénes los bandidos. Al fin y al cabo, eran los mismos, y yo me reducía a ser su diversión. Nunca dejaron de reírse de mí. Seguramente la colorada y el muchacho de lentes de sol también eran cómplices. No me vengan con reproches, yo se los advertí, no lean esta historia, no tiene un final feliz. Si quieren algo así, simplemente miren “la última de Nicolas Cage”. En cuanto a mí, me fui caminando a casa, decepcionado, esperando la apedreada del día siguiente, con la esperanza de que no tengan tanta puntería como ayer.

Dedicado a mi Hada Madrina. Todos tenemos una por ahí.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Playa Melancolía



La confusión llegó a su punto máximo a orillas de aquel mar de nadas, donde un iluso mojaba sus pies con desconfianza. Miraba el lejano horizonte como esperando una respuesta, mientras soltaba, como si fuera su alma, una bocanada de humo, vaciando sus pulmones, sin disimular la resignación. Una brisa ingenua no dejaba de susurrarle al oído versos frescos de amanecer, mientras sus ropas y sus cabellos bailaban al compás de un triste tango entonado por las arenas de una fría playa desierta. No había nada a su alrededor, salvo el mundo, un cielo turquesa, el sol que iluminaba sin calentar, algunas gaviotas juguetonas, y su desolación. De vez en vez, recibía el abrazo que le ofrecía alguna que otra amigable ola en forma de consuelo, mientras su angustia flotaba en el aire, al igual que la espuma y la sal lo hacían sobre la orilla, como queriendo escapar a otro sitio, como intentando soltarse sin soltarse.
Lo sucedido en los días inmediatamente anteriores a aquel, si es que pueden definirse como “días”; había cavado surcos en lo más profundo de su desequilibrada cordura. Definitivamente, la falsa hipótesis del destino, que había intentado sostener a ultranza, caía por su propio peso; y lo hacían aparecer entre un abismo y otro, como sujetado por una soga que lo soportaba y lo ahorcaba a la vez. El silencio lo aturdía, los disgustos fueron socavando su aparente optimismo, y lo transformaron en algo menos que un cuerpo, en un pedazo de carne que ni siquiera podía desear morir, porque ya lo había hecho hace tiempo. Ya no podía llorar, ya no podía gritar, ya no podía culpar a nadie; estaba en la cornisa de su mente, a punto de saltar al vacío, a la nada. Estaba desesperado por entregarse a esa quimérica nada, que era a su vez lo único que tenía.
Ya no había amor, no había odio: ya no había nadie. Sin apresurarse y sin detenerse, comenzó a dar unos pequeños pasos, adentrándose en esa inmensa masa acuosa que iba y venía, como sacudiéndose de felicidad ante su presencia. Se sumergían sus pantorrillas, luego sus rodillas, y así, lentamente comenzaba a entregarse al mar, emprendiendo aquellos pasos de liberación. Una vez que el agua lo envolvió por su cintura, se detuvo, dando las últimas pitadas a su cigarro, con un dejo de nostalgia, como con pena, disfrutando de la última seca de un modo religioso. Luego continuó su marcha, sin dudar, hasta sumergirse completamente.
Las aguas seguían sacudiéndose, el cielo con sus nubes y su majestuoso sol se proyectaban en el fondo de la escena, y las gaviotas volaban sin enterarse de nada. Aquellas huellas que habían quedado dibujadas en la arena, ahora eran borradas por los codos de las olas que llegaban a la orilla, como soplando la historia de un hombre sin nombre que se dejó tragar por la garganta de un mar misterioso. Ya no había rastros, ni recuerdos, ni señales de alguien que transitó esas costas tratando de encontrar un consuelo a su dolor; sólo un manojo de papeles desparramados sobre la orilla, con poemas anónimos de quién hoy baila con Alfonsina en el fondo del mar.

domingo, 3 de abril de 2011

Insight

La había visto esa mañana, como casi todas las mañanas, durante años. Se cruzaron en los pasillos de aquel lugar como lo hacían siempre, pero esta vez había sido diferente: aquel día, él la había visto como nunca antes lo había hecho. Algo recorrió su cuerpo, desde su cabeza hasta la punta de sus pies, produciendo un efecto de estremecimiento que lo detuvo en su marcha, un poco confundido, un poco aturdido. Ella, en la cotidianeidad de los mecánicos días de la ciudad, lo saludó con un beso en la mejilla, le sonrió, y siguió su camino, sin modificar absolutamente nada de la rutinaria escena matutina a la que ya estaban acostumbrados. Sin embargo, si algunos dicen que “ojos que no ven, corazón que no siente”, aquella vez, sus ojos realmente la vieron, despertando un sentimiento inexistente hasta ese momento. Eso lo dejó ensimismado, porque involuntariamente, como preso de aquello que lo había invadido, no dejó de pensar en la muchacha, tan insignificante durante mucho tiempo, y ahora tan transcendental.

Ya nada, para él, volvería a ser como antes.