sábado, 5 de septiembre de 2009

Nadie es realmente indispensable (... como comodines)

La voluntad de él en manos de ella, promesas de amor. Palabras susurradas al oído.
Un poeta se suicida en cada verso y renace en la mirada extasiada de su musa: dama que lo inspira, lo seduce y lo abandona; que lo ama y, por eso, lo hace sufrir.
Difícil de explicar, la amargura presiona su garganta y apenas lo deja respirar ¿Cómo se llama eso que se empieza a terminar antes de comenzar?
Es un silencio incómodo que se hace demasiado largo: pensando qué decir cuando no hay que decir nada. Y así quedan, esperándose el uno al otro, al mismo tiempo.
La confusión formuló preguntas, las contestó de inmediato y construyó una pared, ese muro de Berlín que, siendo ellos lo mismo, los convirtió en algo distinto. Aquella sombra alienante que parecía quedar en el olvido nunca dejó de hacerse presente y, poco a poco, ella fue quedando en la oscuridad eligiendo la sombra y el muro, eso que no quería y que tampoco podía dejar de querer: su pasado.
Relojes mareados, pitadas de puro goce y cartas de despedida que nunca fueron entregadas se acumularon, moldearon su cuerpo, lo marcaron. Ya no sonreía como antes. Era el momento de subirse a otro barco, de buscar otros puertos. Así fue que partió, sólo, movido por los vientos de un destino incierto, sin mapa, y convencido de algo: nadie es imprescindible en este mundo. Podemos estar en cualquier lado, podemos no estar, y sin embargo todo seguirá andando. Somos como comodines, ocupamos lugares que antes ocuparon otros, y algunos estarán ocupando los lugares que dejamos vacíos alguna vez.
En fin, nadie es realmente indispensable.

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