martes, 16 de diciembre de 2008

La Espera

La tarde caía mientras el sol apenas asomaba su calva cabeza en el horizonte, pintando el cielo de un color cobrizo. Él la esperaba otra tarde de verano, como hacía años lo venía haciendo, en el mismo banco de la plaza donde se despidieron. La expresión de angustia en su cara lo decía todo: estaba desahuciado, molesto. La realidad le dictaba su veredicto una vez más, ella no iba a regresar, y aunque no pueda aceptarlo, hacía demasiado tiempo ya que su ausencia se había hecho más verdadera y duradera que cualquier otra cosa. Las promesas del regreso se las había llevado el viento, como se la llevó a ella también. Sin embargo, ese viento omnipotente y todopoderoso no había podido arrancársela del corazón, allí donde echó raíces su amor.
Su vida era “esperarla”. Vivía para esperarla, y a la vez esperaba para poder vivir. Todas sus tardes eran oscuras, y ella era la luz que le permitía seguir siendo algo: algo que sufre, pero algo al fin.
En aquel lugar se despidieron, jurando volver a verse. Era tan complicado todo. Presos de situaciones particulares, habían logrado estar en el momento equivocado, en el lugar equivocado. Desde entonces, desde aquella tarde de enero, él vuelve todos los días a esperarla.
Sin embargo, aquella tarde especial, donde el sol asomaba su calva cabeza en el horizonte y pintaba el cielo de un color cobrizo, pasó algo realmente sorprendente. Su camisa a cuadros, sin planchar, como de costumbre, y su gastado pantalón parecían no incomodarlo. Él esperaba quieto y tranquilo, soportando el calor, cuando una bandada de pájaros lo rodeó. Al principio le trajeron un poco de su perfume, de su aroma, en el aire. Ellos lo venían observando desde el principio y no soportaron verlo allí, muriendo de a poco, entonces la fueron a buscar… la buscaron y la encontraron. Estaba viviendo en otro mundo, iluminada por otros soles, muy feliz, y sin recordarlo. Él, al principio, se quedó mudo, como lo hacía siempre, y después sus ojos se pusieron brillosos, soltando una lágrima como alguien que no quiere desprenderse de algo que quiere. Esa gota de sufrimiento rodó por su mejilla hasta el borde de su cara y cayó al suelo, transformándolo en un ave, igual a las que lo rodeaban.
Así, aquella tarde donde el sol ya no asomaba su calva cabeza, y donde el cielo se volvía oscuro, él pudo ser otra cosa. Pudo soltar sus ataduras, ser libre y volar.

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