miércoles, 9 de mayo de 2012

Es-Cuchar-a... el Té-léfono sonar. La existencia y el fin de la Eternidad.


Había pasado horas sentado en la mecedora, columpiándose lentamente, al modo de un pequeño navío en aguas mansas; contemplando una cucharita de metal. Si, una pequeña cucharita que cobijaba una gota de té en su vientre, como protegiéndola. El utensilio posaba, a su vez, sobre una mesita ratona de madera, algo desvencijada por el paso del tiempo, carcomida, enclenque, gastada. No había nada más allí arriba que esa cucharita, y su esplendor. Él se acercaba y se alejaba, en un constante vaivén, mientras se preguntaba (cómo ya lo habían hecho otros) <<¿Será esto la eternidad?>>. La forma oblicua y sesgada de aquella panza algo torcida le recordaba los días de lluvia y sol, y finalmente, el misterio del Universo.
Definitivamente, no se trataba, bajo ningún concepto, de filosofía ni nada parecido. Era más bien un acto de cucharología, donde su retina, mediante una observación en movimiento, intentaba captar el fenómeno ¿Qué pensaría aquella gota de té sobre la vida? ¿Acaso su vida no dependía, apenas, de aquella cucharita? ¿Y si el Universo no fuera más que una gota de té sobre la cuchara de algún Dios que, al igual que él, se mece en una silla, contemplándolo? Entonces, eso sí tenía algo del orden de la eternidad, de lo divino. En fin, sonó el teléfono ¿Se trataba, acaso, del Apocalipsis? No atendió, sólo soportó el sonido con los ojos cerrados.
Solía sumergir sus pies en una palangana con agua tibia y sal, cuando llegaba a su casa. Se trataba de uno de esos máximos placeres que sólo proveen las cosas simples. De ese modo, y en silencio, soñaba echar raíces, como si fuera un ciprés, de esos que casi acarician el cielo, mientras hunde su alma en lo más profundo del planeta. Estaba convencido de que su soledad era su mejor compañera, porque podía soportarla sin estar triste (como la soledad del ciprés) y sigo el paréntesis después de haberlo cerrado, porque puedo darme ese lujo; ya que el ciprés, penetrado por la tierra, el agua, el aire, el cielo y la luz del sol, vive aunque nadie piense en él, sin una alteridad que lo haga existir. Pero aquella noche, a diferencia de lo de todos los días, y quizás movido por su vespertina reflexión, remojó sus pies en té.
Le tomó trabajo llevar la bañera con la infusión, pero lo logró. Acercó, con paciencia, su mecedora al borde; encendió un cigarrillo, y metió suavemente sus desnudos y huesudos pies. Experimentó en carne propia lo que siente una cuchara, revolviendo aquel líquido amarronado, mientras el té se le filtraba entre los dedos, para aquí y para allá, y el azúcar se amontonaba en el fondo, escapándosele. Entró, así, en una especie de plano paralelo, donde ya casi ni respirar necesitaba, se había desprendido se la corporeidad que lo hacía hombre a imagen y semejanza de aquel Dios. Oía las charlas de un bar imaginario a su alrededor, voces que venían de todos lados y se dirigían a ningún lugar; y su anonimato, su anonimato se hacía ley. Las vibraciones del murmullo corrían por su cuerpo, que entraba poco a poco en resonancia con ellas. Lentamente se volvía metálico y transversal. Era energía que fluía en forma de cuchara, se dislocaba, se torcía y rechinaba. Ya no era él, había una mano que lo movía y lo golpeaba contra los bordes de una taza blanca “tin-tin-tin-tin”, contra los bordes del Universo, tal vez.
Luego de un rato, se acostó en su cama, que era un platito de cerámica, boca arriba, y de reojo podía vigilar las gotas que habían quedado en su empeine. Estaba preso de un estado cucharil: se había acucharado. No había vuelta atrás. Él mismo era ahora una cuchara, y podía percibir los ojos de Dios acercarse y alejarse, desde su mecedora. Concretamente, era el trance de la eternidad. Era inmortal. Y el teléfono sonó nuevamente. Esta vez, atendió. No estaba tan solo como pensaba. No estaba tan aislado como realmente quería: un grupo de cipreses, en la Patagonia, pensaba en él.

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