lunes, 23 de julio de 2012

Danza aporética


Eran las tres de la madrugada, y cuatro nenitas bailaban sin importarles nada. Formaban una especie de ronda, mientras se tomaban de las manos y sacudían, sobre el parqués, sus descalzos pies como intentando pisar un bicho que andaba por ahí. Algunas cerraban los ojos, otras sonreían; y todas al mismo tiempo, sumergidas en una especie de vals ligerito ejecutado sólo por un piano, movían sus siluetas desinhibidamente, sosteniéndose de a ratos los vuelos de sus vestidos celestes, y estallando en carcajadas por momentos.
De día y de noche, sin detenerse, las chiquillas bailaban al compás de la música del piano. Las ventanas del chalet siempre estaban mostrando la escena al exterior -como con una discreta intencionalidad exhibicionista-, con las cortinas perfectamente corridas hacia las orillas. Adentro, no había nada. Un cuadro afinadamente minimalista -al extremo- se pintaba detrás de aquellos cristales, donde sólo estaban las niñas, el piso de parqués, y el sonido de un piano. Era inevitable pasar por afuera de aquella casita y no echar un vistazo hacia adentro, de la misma manera que se tornaba inaguantable observar demasiado tiempo la infinita y misteriosa danza.
El tiempo había pasado, el presente era testigo de ello. Si. Y sin embargo, a las mocositas ni se les notaba. Décadas enteras así, haciendo girar muy despacio la ronda, y atrapadas en una alegría eterna, despreocupadas. Las cabelleras se columpiaban de un lado a otro, sin perder el brillo ni la ternura; y el piano no dejaba nunca de sonar.
La historia, a pesar de todo, discurría. Como ahora, se llevaba el mundo por delante, destruyendo sin ton ni son lo que se había construido antaño. Pero dentro de aquel salón, no. Era una especie de célula perpetua, donde las cuatro pequeñas danzaban divertidas, sin saber exactamente cuando empezaron a hacerlo, y tal vez sin dejar de hacerlo jamás.
Lo que nadie sabía era la condición lógica de esta aporía, dentro de la cuál era inexorable que el vals sonara para que los pies de las muchachas se movieran, ya que si este dejaba de hacerlo, ellas no podrían continuar. De la misma manera, era condición igualmente inexorable que los pies de las niñas se muevan para que el piano siga sonando, de lo contrario el piano se detendría y el vals ligerito daría lugar al silencio. Condicionada, así, la situación por estas reglas, ellas bailaban desde hacía muchísimo tiempo, sin interrupción ni descanso. A su vez, y más allá de lo insoportable que tiene lo inconcluible, nadie nunca las estorbó. La gente nacía, crecía, pasaba por afuera de la casa del misterioso baile, miraba por la venta, se tocaba el mentón (un par de veces), volvía a pasar algún que otro día, así envejecía, y moría.
De esta manera, y planteadas así las cosas, parecería tratarse de una cuestión no muy lejana a la de “el huevo y la gallina”. Sin embargo, a todo esto se le agregaba la particularidad de que no había piano en aquel salón, sino sólo su música, lo que hacía que todo fuera aún más complejo. El sólo hecho de que existiera tal piano hacía necesario, que a su vez, hubiera un pianista; lo que estaba fuera de aquella lógica que mantenía la escena. Estonces… de donde venía la música? De ningún lado.
Existe una teoría psicológica que sostiene que, frente a fenómenos que se presentan de manera desordenada, nuestra percepción se organiza del modo más simple para que esto pueda ser captado. No es algo nuevo, en absoluto. Se trata de la ley de la buena forma, y gobernados bajo este precepto, todo el mundo supuso la existencia de un vals; quizá por el ritmo con el que las niñas se movían, tal vez por el baile en sí. No lo sé. Desde afuera, concretamente, no se escuchaba ninguna música; pero alguien dijo una vez que se trataba de un vals, y esa versión se empezó a desparramar por todo el vecindario, hasta devenir verdad.
Lo cierto es que uno puede gastar palabras, y escribir hojas y hojas y hojas sobre esto. La clave se centra, igualmente, como pasa siempre, en otro lado. Las niñas bailan, en realidad, porque no tienen nombres. Es el motor de todo su acto. Cuando alguna de ellas, cualquiera, sea nombrada; inmediatamente se detendría. Lo que usted tiene que saber, lector, es que si el baile se interrumpiera, esta historia finalmente concluiría; y en contrapunto, una desgracia ocurriría. La vida de las personas se volvería rutinaria y vacía, seríamos invadidos por tics, inhibiciones e imposiciones morales. A su vez, le tendríamos miedo a nuestros propios deseos, y nuestra existencia sería algo extremadamente parecido al baile de las muchachitas, algo alienante y sin final.
El hecho de que ellas bailen eternamente, es el aval lógico de que nuestro devenir sea finito y concluso; de poder gozar de principios y de finales. En fin, ellas garantizan el orden del tiempo, el día y la noche, las estaciones, etc. De este modo, y frente a semejante responsabilidad, pretendo ponerle puntos suspensivos a esta historia, evitando nombrar a alguna de las bailarinas, y así protegernos de una fatalidad. Con la misma intención, suplico a los demás escritores que alguna vez tomen este cuento entre sus manos, que se abstengan de la compulsión obsesiva de nombrar a alguna de las nenitas bailarinas. Y sin que esto último haga de final, me despido…




























… y una de ellas se llama Lucinda.