miércoles, 16 de mayo de 2012

HUMOBERTO Y SU HUMONIDAD

"Las historias de vecinos son infinitas…", me dijo una vez un viejo, mientras se limpiaba, impaciente, las orejas con la llave de su estanciera. Y es cierto. Si, son infinitas. Estoy totalmente de acuerdo con ello. Las hubo, las hay, y las habrá. Siempre, y en todo momento, hay una historia preparada para adjudicarle a algún vecino. Tragedias, hechos afortunados, desgracias, sucesos mundiales, incidentes, desventuras, episodios paranormales, leyendas, aconteceres únicos, etc. Se trata de esos relatos que pululan en la gran y heterogénea amalgama cultural; generalmente contados, una y otra vez, en reuniones sociales, festines o antes de que un niño se duerma.
El autor siempre es anónimo, y los personajes son tan irreales que es inevitable negarle cualquier tipo de credibilidad a lo dicho. Es lo contado sobre lo contado, donde siempre aparecen detalles distintos y cualidades propias de la historia añadidas por el vocero de ocasión; dependiendo, a su vez, del estado emocional, físico y de sobriedad del mismo. Incluso, nadie podría desechar la idea de que pasa algo más o menos parecido con la Biblia. Jesús es el caso paradigmático y clásico, es decir, es el Vecino por excelencia; y quienes hablan de él, es decir, los sacerdotes, siempre están con una o dos copitas de vino encima. La diferencia sustancial, lo que ha pasado con el resto de los cuentos de vecinos, es que no se ha podido llegar a endiosarlos, pero a los fines, es prácticamente lo mismo. Cómo en todos los casos, hay gente que cree ciegamente en uno de esos mitos, y por otro lado, otro montón de personas que se aferran a otro; y discuten, debaten y pelean por demostrar quién tiene razón. Lo peor de todo, como ocurre siempre, es que una vez que uno de los grupos demuestra tener la razón, no sabe, después, qué hacer con ella. Pero eso es otro tema.
Volviendo a lo que decía, las historias de vecinos vienen de todos lados y se dirigen hacia ningún lugar. Son como una madeja de interpretaciones y comentarios difusos y, por momentos, realmente confusos. Por lo que, diferenciándome de todo esto, propongo contarles "La historia del hombre que vive al lado de mi casa", distanciándome del paganismo primitivo de "Las historias de vecinos". Esto no es un capricho, sino un gesto coherente; coherente como esta historia y las aceitunas descarozadas, o el volar intranquilo de una mosca que se le hace agua la boca por la baba que se acumula en las comisuras labiales.
El hombre que vive al lado de mi casa padeció, un día, una de esas desgracias que no tienen nombre. El pobre tipo, casado hace más de una docena de años con una mujer de carácter complicado, como si tuviera una ingesta de trotyl todo el tiempo, y con dos hijas medio retardadas; fue victima de lo que se llama "Un efecto de contravicio". El desgraciado, que se hacía llamar Beto, pero que en realidad se llamaba Humberto, y al cuál finalmente bautizaron Humoberto; cayó en una de esas trampas del destino que dejan atónito a cualquier curioso, lo que marca la pauta de que no siempre lo mejor es lo que está por venir. Pido perdón al lector por este exceso de pesimismo, pero a veces el la única forma que tiene un humilde y desesperanzado escritor de hacer más interesante un escrito totalmente inocuo. La cosa fue rápida, no hubo mucho para andar pensando ni analizando. De repente, imperceptiblemente y sin señales (como toda desgracia); de un momento para otro, mientras fumaba (cómo todas las noches) su cigarro “… de antes de ir a dormir”; se desintegró. Si, como lo lee; y nada volvió a ser como antes: literalmente se hizo humo.
Esa noche, después de haber cenado; salió al patio, como la rutina lo tenía acostumbrado, con un pucho en una mano y el encendedor en la otra. El clima era otoñal, por lo que no estaba muy abrigado. Se sentó al borde del gran cantero de cemento, donde crecían los pensamientos, miró el cielo, y encendió el cigarrillo sin apuro; mientras disfrutaba del silencioso momento bajo una tenue luz de farol de jardín. Fue ahí, mas o menos después de la segunda pitada (aunque algunos aseguran que fue después de la tercera), cuando aquel pequeño cigarro que sostenía entre dedo y dedo, se lo fumó. Al modo de una aporía, no se sabe bien si se trata de una nueva enfermedad, de un error de la naturaleza, o qué; pero desde ese momento quedó, nada más ni nada menos, que reducido a una mediana nube de humo de tabaco, flotando a medio metro del suelo.
Se expandía, se disgregaba, se concentraba, se deslizaba por el aire, y se volvía a contraer. Iba para un lado y para otro, a veces movido por las corrientes de aire, otras veces revuelto con violencia por las turbulencias del ventilador de techo. Su mujer estaba enfurecida e irritada, y además de tratarlo con más desprecio que antes, ahora lo atacaba con el fundamento de que él siempre fue de esa gente que va para donde va el viento. Durante el día, era inhalado y exhalado cientos de veces por su familia, y combatido constantemente por desodorantes de ambiente. El aire en su casa estaba todo el tiempo viciado y nebuloso, generando un clima nauseabundo. Sus hijas tosían como caballos, mientras lagrimeaban, medio asfixiadas, quejándose histéricamente de lo que había pasado, y pidiendo a gritos que las dejen ver la novela de la tarde. Así pasaba el tiempo para Humoberto, hasta que llegó un momento en el que su presencia se hizo completamente intolerable, e intentaron guardarlo en frascos, en bolsas y demás recipientes; pero fue imposible.
A todo esto, se le agregaba el hecho de que no sólo no podía estar tranquilo en su propia casa, sino que no podía ir a ningún lado; ya que desde que el Estado prohibió fumar en lugares cerrados, se le negaba el acceso a todo sitio. De todas maneras, y para no perder la costumbre, acompañaba igualmente a su esposa hasta la puerta del cine, hasta la puerta de los bares y restaurantes, y allí la esperaba hasta que salía. Pasaba el tiempo haciendo figuras en el aire, camuflándose en el smoke urbano, y provocando estornudos en la vía pública a las viejas copetudas y fanfarronas.
En un principio, todos en el barrio, y fundamentalmente su irritable (e irritante) familia; tuvimos la esperanza de que fuera sólo una cuestión de tiempo. Tal vez, fumar un cigarrillo en el mismo lugar, a la misma hora, y después de haber hecho perfectamente todo lo que él hizo con anterioridad a ese momento, al modo de un ritual; pueda generar el mismo fenómeno en forma invertida. Pero no. No había manera de corporeizar a Humoberto, quién ya disfrutaba de su nueva humeante condición.
De más está decir que no es fácil ser humo. Si bien su transición de ser-humano a ser-humo, su pasaje desde una condición de Humanidad a "Humonidad"; fue al modo de un salto cualitativo instantáneo, no fue sencillo acomodarse a las vicisitudes que le impuso su nueva vida. Si bien, había algo de añoranza en su flotar, en su discurrir, quizá una especie de nostalgia por aquel hombre que se humonizó, y que finalmente devino una pitada eterna; no había nada que perder. Tal vez en otro relato se transforme en otra cosa ¿Quién sabe? Y como “No hay mal que por bien no venga”, tal como reza el dicho popular; una desgracia, muchas veces, puede ser lo mejor que le puede pasar a alguien. Y el caso de Beto, Humberto o Humoberto; es la prueba necesaria y suficiente de que las cosas cambian, ya sea para bien, ya sea para mal. No importa. Y este, además y a pesar de todo, es el ejemplo cabal de un cuento que pretende ser pesimista, y concluye de manera demasiado optimista. ¿No? De hecho, Humoberto, después de la metamorfosis, dejó de fumar.


miércoles, 9 de mayo de 2012

Es-Cuchar-a... el Té-léfono sonar. La existencia y el fin de la Eternidad.


Había pasado horas sentado en la mecedora, columpiándose lentamente, al modo de un pequeño navío en aguas mansas; contemplando una cucharita de metal. Si, una pequeña cucharita que cobijaba una gota de té en su vientre, como protegiéndola. El utensilio posaba, a su vez, sobre una mesita ratona de madera, algo desvencijada por el paso del tiempo, carcomida, enclenque, gastada. No había nada más allí arriba que esa cucharita, y su esplendor. Él se acercaba y se alejaba, en un constante vaivén, mientras se preguntaba (cómo ya lo habían hecho otros) <<¿Será esto la eternidad?>>. La forma oblicua y sesgada de aquella panza algo torcida le recordaba los días de lluvia y sol, y finalmente, el misterio del Universo.
Definitivamente, no se trataba, bajo ningún concepto, de filosofía ni nada parecido. Era más bien un acto de cucharología, donde su retina, mediante una observación en movimiento, intentaba captar el fenómeno ¿Qué pensaría aquella gota de té sobre la vida? ¿Acaso su vida no dependía, apenas, de aquella cucharita? ¿Y si el Universo no fuera más que una gota de té sobre la cuchara de algún Dios que, al igual que él, se mece en una silla, contemplándolo? Entonces, eso sí tenía algo del orden de la eternidad, de lo divino. En fin, sonó el teléfono ¿Se trataba, acaso, del Apocalipsis? No atendió, sólo soportó el sonido con los ojos cerrados.
Solía sumergir sus pies en una palangana con agua tibia y sal, cuando llegaba a su casa. Se trataba de uno de esos máximos placeres que sólo proveen las cosas simples. De ese modo, y en silencio, soñaba echar raíces, como si fuera un ciprés, de esos que casi acarician el cielo, mientras hunde su alma en lo más profundo del planeta. Estaba convencido de que su soledad era su mejor compañera, porque podía soportarla sin estar triste (como la soledad del ciprés) y sigo el paréntesis después de haberlo cerrado, porque puedo darme ese lujo; ya que el ciprés, penetrado por la tierra, el agua, el aire, el cielo y la luz del sol, vive aunque nadie piense en él, sin una alteridad que lo haga existir. Pero aquella noche, a diferencia de lo de todos los días, y quizás movido por su vespertina reflexión, remojó sus pies en té.
Le tomó trabajo llevar la bañera con la infusión, pero lo logró. Acercó, con paciencia, su mecedora al borde; encendió un cigarrillo, y metió suavemente sus desnudos y huesudos pies. Experimentó en carne propia lo que siente una cuchara, revolviendo aquel líquido amarronado, mientras el té se le filtraba entre los dedos, para aquí y para allá, y el azúcar se amontonaba en el fondo, escapándosele. Entró, así, en una especie de plano paralelo, donde ya casi ni respirar necesitaba, se había desprendido se la corporeidad que lo hacía hombre a imagen y semejanza de aquel Dios. Oía las charlas de un bar imaginario a su alrededor, voces que venían de todos lados y se dirigían a ningún lugar; y su anonimato, su anonimato se hacía ley. Las vibraciones del murmullo corrían por su cuerpo, que entraba poco a poco en resonancia con ellas. Lentamente se volvía metálico y transversal. Era energía que fluía en forma de cuchara, se dislocaba, se torcía y rechinaba. Ya no era él, había una mano que lo movía y lo golpeaba contra los bordes de una taza blanca “tin-tin-tin-tin”, contra los bordes del Universo, tal vez.
Luego de un rato, se acostó en su cama, que era un platito de cerámica, boca arriba, y de reojo podía vigilar las gotas que habían quedado en su empeine. Estaba preso de un estado cucharil: se había acucharado. No había vuelta atrás. Él mismo era ahora una cuchara, y podía percibir los ojos de Dios acercarse y alejarse, desde su mecedora. Concretamente, era el trance de la eternidad. Era inmortal. Y el teléfono sonó nuevamente. Esta vez, atendió. No estaba tan solo como pensaba. No estaba tan aislado como realmente quería: un grupo de cipreses, en la Patagonia, pensaba en él.