miércoles, 25 de mayo de 2011

Playa Melancolía



La confusión llegó a su punto máximo a orillas de aquel mar de nadas, donde un iluso mojaba sus pies con desconfianza. Miraba el lejano horizonte como esperando una respuesta, mientras soltaba, como si fuera su alma, una bocanada de humo, vaciando sus pulmones, sin disimular la resignación. Una brisa ingenua no dejaba de susurrarle al oído versos frescos de amanecer, mientras sus ropas y sus cabellos bailaban al compás de un triste tango entonado por las arenas de una fría playa desierta. No había nada a su alrededor, salvo el mundo, un cielo turquesa, el sol que iluminaba sin calentar, algunas gaviotas juguetonas, y su desolación. De vez en vez, recibía el abrazo que le ofrecía alguna que otra amigable ola en forma de consuelo, mientras su angustia flotaba en el aire, al igual que la espuma y la sal lo hacían sobre la orilla, como queriendo escapar a otro sitio, como intentando soltarse sin soltarse.
Lo sucedido en los días inmediatamente anteriores a aquel, si es que pueden definirse como “días”; había cavado surcos en lo más profundo de su desequilibrada cordura. Definitivamente, la falsa hipótesis del destino, que había intentado sostener a ultranza, caía por su propio peso; y lo hacían aparecer entre un abismo y otro, como sujetado por una soga que lo soportaba y lo ahorcaba a la vez. El silencio lo aturdía, los disgustos fueron socavando su aparente optimismo, y lo transformaron en algo menos que un cuerpo, en un pedazo de carne que ni siquiera podía desear morir, porque ya lo había hecho hace tiempo. Ya no podía llorar, ya no podía gritar, ya no podía culpar a nadie; estaba en la cornisa de su mente, a punto de saltar al vacío, a la nada. Estaba desesperado por entregarse a esa quimérica nada, que era a su vez lo único que tenía.
Ya no había amor, no había odio: ya no había nadie. Sin apresurarse y sin detenerse, comenzó a dar unos pequeños pasos, adentrándose en esa inmensa masa acuosa que iba y venía, como sacudiéndose de felicidad ante su presencia. Se sumergían sus pantorrillas, luego sus rodillas, y así, lentamente comenzaba a entregarse al mar, emprendiendo aquellos pasos de liberación. Una vez que el agua lo envolvió por su cintura, se detuvo, dando las últimas pitadas a su cigarro, con un dejo de nostalgia, como con pena, disfrutando de la última seca de un modo religioso. Luego continuó su marcha, sin dudar, hasta sumergirse completamente.
Las aguas seguían sacudiéndose, el cielo con sus nubes y su majestuoso sol se proyectaban en el fondo de la escena, y las gaviotas volaban sin enterarse de nada. Aquellas huellas que habían quedado dibujadas en la arena, ahora eran borradas por los codos de las olas que llegaban a la orilla, como soplando la historia de un hombre sin nombre que se dejó tragar por la garganta de un mar misterioso. Ya no había rastros, ni recuerdos, ni señales de alguien que transitó esas costas tratando de encontrar un consuelo a su dolor; sólo un manojo de papeles desparramados sobre la orilla, con poemas anónimos de quién hoy baila con Alfonsina en el fondo del mar.