domingo, 20 de marzo de 2011

Horizonte de pies sangrantes


“Pero si resbalas y te dejas caer,
pero si tus alas no te cortan los pies.
Todo el mundo sabe que no puedo vivir sin vos.”

“El amor espera” - Carlos Alberto García.


No sé si es enojo o tristeza lo que corre por mis venas en este momento, o tal vez sea una especie de mezcla entre ambas. El olvido del hombre, del hombre en tanto especie, tiene cierto estatuto de pecado original, y aunque no pretendo ser reconocido como el legítimo portador de un alma pura, porque también estuve allí, y también participé de los hechos y acontecimientos sucedidos, me resisto a olvidar. De algún modo, y por más que se intente disfrazar las cosas, es esa la causa que me envió a este lugar, alejado de todo; encerrado entre estas frías y anchas paredes donde la mentira, como fenómeno, no tiene permitida la existencia, y sin embargo toda verdad es juzgada como delirio, locura, alucinación, en fin, como falsa. Esto me demuestra, sin dudas, que el precio por decir la verdad, por quitarle al mundo esa careta que siempre está mal puesta (como solía decir mi maestro), se paga con el peor de los castigos. Y por esa misma razón, señor lector, puede usted, en este instante, hacer un bollo con este papel y tirarlo al fuego; puede reírse, subestimando el valor de mis palabras, o por el contrario, abrir las puertas de su corazón y otorgarme una cuota de fe, de confianza, tomando como cierto al menos una parte de lo que voy a contarle. Es necesario aclarar, y muy válido, que lejos de mis intenciones está la extirpación de todas sus dudas, ya que de alguna manera ellas son el combustible del pensamiento, y sería una torpeza de mi parte cometer tal terrible crimen.
Una especie de reflexión compleja durante mis silenciosos y solitarios días en este horroroso lugar, me llevó a pensar que por más paradójico que pueda parecer, por momentos la realidad no deja de tener cierto grado de naturaleza absurda. Muchas veces, lo más incoherente y loco, en la constante cotidianeidad de los días, llega a tomar estatuto de normalidad, produciendo un efecto de acostumbramiento (el camino más corto hacia la mediocridad, y por lo tanto, a la muerte) que elimina toda posibilidad de acción, incluso de creación, con todo aquello que gira alrededor de la vida de los hombres. Un ejemplo de esto es el caso de aquella enorme pelota blanca que suele aparecer por las noches, variando sus formas y cualidades. Durante mi larga estadía aquí suelo contemplar la luna detrás de los barrotes que adornan una pequeña ventana, situada cerca del húmedo rincón donde me mantienen encadenado. Es una enorme bola luminosa que recorre los cielos con audacia, rodeada de estrellas, un poco tenebrosa a veces, y otras, romántica y poética; sostenida quién sabe por qué fuerzas, y arrastrada por el oscuro firmamento, agigantándose, mostrando sólo uno de sus costados, o escondiéndose detrás de alcoholizadas nubes trasnochadoras. Sin embargo, para los que se autodenominan cuerdos, no es más que una insignificante roca espacial que no deleita pupila alguna ¿Qué es lo que pasa? ¿Porqué tanta ridiculez? Lo que ocurre es muy sencillo: influenciados por alguna especie de razonamiento (que no puede ser más que errante), todo para los hombres se ha convertido en una obviedad, como hipnotizados por un supuesto (que de evidente no tiene nada) que arraigado en una comodidad lógica funciona como piedra fundamental del vacío pensamiento de nuestra era, para el que no hay misterios ni absolutamente nada maravilloso y enigmático.
Volviendo al punto de partida y refrescando mis dolencias, antes de que, a la fuerza, me encerraran y me encadenaran a este muro, yo era un hombre como cualquier hijo de vecino que uno cruza en la calle o el mercado. Jamás había tenido problemas con ningún tipo de autoridad ni nada parecido, pagaba mis impuestos, saludaba amablemente al prójimo mientras le sonreía y envejecía día a día sin ningún tipo de preocupación o arrepentimiento. Sin embargo, algo inesperado ocurrió en aquellos tiempos, algo que torció no sólo mi destino, sino el de todos, aunque muchos todavía no se hayan enterado.
Desde que llegué, en mi temprana juventud, a aquellos pagos; todos los atardeceres se lo podía ver desde lo más profundo del valle, parado sobre la cornisa de las bardas, mirando hacia el oeste, como tratando de encontrar una respuesta a la misteriosa muerte del sol. Sus tobillos sangraban dolorosamente despacio y de manera constante. Viejas cicatrices decoraban los nuevos cortes que el filo de sus inmensas alas no dejaba de infligir cerca de sus talones. Era algo inevitable, tal vez el precio que era necesario pagar por poseer tan enormes y bellas extremidades que, nacidas en la parte media superior de su espalda, llegaban casi hasta el suelo, rozando sus descalzos y polvorientos pies.
Algunos decían que se trataba de un semidios, de esos seres que en la naturaleza divina funcionan como intermediarios entre los hombres y Dios, obrando de mensajeros. Otros, a su vez, sostenían que era el fruto del amor entre una mujer y un ángel, que devorados por la pasión únicamente humana consumaron el acto que funcionó como su génesis, y que a causa de ello no posee la divina proporción en su cuerpo, por lo que sus alas no dejan de cortar sus sobrecicatrizados pies; como si se tratase de una trasgresión del orden establecido por las leyes del cielo y la tierra. Mas allá de todo, y sea como sea, aquel extraño ser había sido bautizado “Horizonte”, justamente a causa de ser, en un sentido simbólico, la unión entre el cielo y la tierra, la pieza fundamental que hace del mundo un todo.
Nadie sabía bien, exactamente, cuando fue que Horizonte llegó al valle; pero sí se decía que hacía muchísimo tiempo que aquel hermoso ángel decoraba el crepúsculo de todos nuestros días, y de ese modo, su presencia allí ya no era un espectáculo ni nada parecido. Simplemente se paraba en uno de los picos rocosos más altos y miraba el anochecer con cierto grado de nostalgia. Y es en este punto donde sostengo lo que expuse anteriormente, al ser algo que necesariamente sucedía todos los días, por más maravillosa que era la escena, devenía insignificante para todos los valletanos que, de vez en cuando, levantábamos la vista y lo mirábamos como si se tratase de una nube pasajera o algo por el estilo.
Sin embargo, y pese a la tranquilidad que reinaba en la pedrosa costa de aquel manso río, pasó lo que pasó, lo que después devino tragedia y desdicha, respaldada con impunidad, olvido e hipocresía. Una mañana de abril llegó J. desde la capital, un enviado del gobierno con novedosos proyectos para implementar en aquellas tierras, hermosas promesas y garantías de un futuro maravilloso, éstas brotaban a borbotones de su inmensa bocota que, alocada y a los gritos, regalaba una sonrisa entre frase y frase. Era cierto que, en mayor o menor medida, todos vivíamos con un indiscutible grado de peligrosa comodidad y, si bien teníamos mucho para mejorar, nos sentíamos medianamente felices; pero aquellos discursos del citadino provocaron tal revuelta en la gente, incluyéndome también, que no nos permitió pensar en las consecuencias que podían llegar a tener sus ideas, y sin dudarlo, le cedimos toda nuestra soberanía para que hiciera y deshiciera a gusto. Los primeros momentos fueron de muchísima confianza, calma y serenidad. Nadie dudaba de J., era un muchacho muy carismático y amigable que todas las mañanas recorría el humilde poblado hablando con los vecinos y sometiendo, de manera tramposa, todas sus ideas a nuestra adormecida crítica, ganándose de ese modo nuestro desmedido apoyo.
Empezó imponiendo una organización bastante particular, dependiendo de nuestros oficios, nuestra ilustración y capacitación, tanto como de los terrenos y de la tecnología disponible como de las edades y el género. Al principio, por lo bajo circulaba un descontento implícito desencadenado como reacción a los cambios, pero nadie se opuso explícitamente, excepto Don Silvio, un viejo campesino de la región sur que jamás se destacó por su sutileza, y que de un día para el otro abandonó misteriosamente la zona (O por lo menos eso nos dijo J. cuando nos llamó la atención sus reiteradas ausencias a las asambleas comunitarias de los domingos, donde tenía una participación muy activa.).
Con el paso del tiempo, la vida en el pueblo había cambiado bastante, las asambleas dominicales fueron menos concurridas hasta que, por una orden directa de J., se prohibieron totalmente con el fundamento de que ya no tenían ningún carácter resolutivo, haciéndose responsable completamente él de las decisiones que antes tomábamos en masa. Muchos vecinos, atrapados por cierto fundamentalismo berreta, se transformaron en los asistentes y defensores de J., obrando durante todo el día para que se cumplan sus intervenciones a raja tabla, convencidos de que era lo mejor para concluir a la perfección aquel tan preciado “proyecto”, y llevando a cabo una serie de sanciones o castigos para todos aquellos que pusieran algún tipo de resistencia a lo encomendado. De este modo, se empezaba a sentir en el aire una presión que jamás habíamos experimentado, y como todo fenómeno desconocido y nuevo, nos paralizó, impidiéndonos hacer algo para cambiar lo que nosotros mismos, voluntariamente, habíamos permitido.
En este contexto vivimos varias cosechas, todo marchaba regularmente igual, sólo que J. ya no se mostraba en público, sino que se hacía presente, de vez en cuando, a través de la palabra de sus voceros. A esa altura vivíamos con una incertidumbre y una desconfianza que aniquilaba cualquier tipo de esperanza en restaurar nuestro pequeño paraíso. Sin embargo, a pesar de lo ocurrido, faltaba algo específico y puntual que, sin querer caer en planteos morales, se convertiría en lo menos aceptable del proyecto, lo que detonaría el caos: el deseo de J. de eliminar a Horizonte, es decir, lo único que conservábamos de aquellas épocas de paz y verdadera libertad. Esto apareció como un rumor, como aparece todo aquello que deseamos que sea mentira sabiendo que se trata de una terrible verdad, como nace lo inaceptable. Parecía imposible ¿Porqué razón? No tenía ningún tipo de sentido, pero era real. Y así fue que a los diez días, sin que nadie se lo esperara, partió una expedición de hombres en busca del nostálgico ángel del anochecer. El pueblo en su totalidad estaba enloquecido, indignado, no podía entender lo que ocurría, simplemente porque no había nada que entender, se trataba de un absurdo. De todos modos, y a pesar de los esfuerzos, nada impidió el cumplimiento de la misión, y así fue que Horizonte fue brutalmente asesinado, sin ningún tipo de escrúpulos, aquel anochecer, sobre las bardas y a la vista de todo el valle, tomando el estatuto de un sacrificio por la prosperidad humana. Las pupilas del pueblo se dilataron y le regalaron al semidios un último brillo, acompañado por alguna lágrima inquieta y un vergonzoso silencio de culpa. Su cuerpo cayó al río, y fue arrastrado por éste hasta algún lugar desconocido. Apenas terminada la tormentosa ceremonia, ya nada dejó en dudas el inmenso poder de J., su omnipotencia; él era el rey ahora, el ángel, el semidios, la divinidad. El mutismo y las miradas bajas se multiplicaron en cuestión de segundos, y la calma (o el miedo) metió a todos en sus casas sin decir una palabra hasta el día siguiente.
Mi cólera era tal que, al día siguiente, no fui a trabajar y, sin decir nada, me dirigí al gran palacio que había construido J. del otro lado del río. No podía controlarme, estaba cargado de odio; pedí a los gritos, furioso, que me lo traigan, que quería hablar personalmente con él, entre insultos y manotazos. Nunca pensé bien en la consecuencia (Porque todo tiene consecuencias. Todo.) El pueblo jamás volvió a saber de mí, tal vez ni siquiera se preguntó porque desaparecí. Fui inmediatamente trasladado a este lugar, a la fuerza; fui encerrado y encadenado. Y hoy, mientras miro por esta pequeña ventana, me sigo preguntando lo mismo que aquella noche en la que matamos a Horizonte: “¿Hasta cuando podremos soportar la culpa de saber que pudiendo haberlo evitado, no hicimos nada?”.


F.G.V.