miércoles, 1 de diciembre de 2010

Visita a la carpintería

Corría el año 1856. El olor a tierra mojada que venía desde el fondo del patio, mientras escuchaba trabajar a mamá en el pequeño almacén, se desparramaba por todo el pasillo de la vieja casucha y llegaba, intenso, a la pieza donde dormíamos mis cuatro hermanos y yo. Como pasaba siempre, cuando me levantaba; Pedro, José y el Rolo ya habían partido a la carpintería donde trabajaban junto a mi padre, y donde alguna vez tendría que ir yo, como el destino familiar lo indicaba, y sumarme al pequeño taller. Pancho, quién se quedaba en la casa conmigo, ya había sido advertido que dentro de poco tiempo, luego de que cumpliera los doce años, al igual que los demás, comenzaría a ir a trabajar. Tengo que confesar que, en mis adentros, me deshacía de ganas de a conocer aquel misterioso taller de carpintería, pasar más tiempo con mi padre y mis hermanos, sentirme uno más del grupo. Sin embargo, casi dos años me separaban de aquel momento, y mientras tanto, tenía que conformarme con ayudar a mi madre en el almacén, aunque sólo cuando se llenaba de clientes, ya que mi tarea consistía en vigilar disimuladamente, sentado en un pequeño cajón, que nadie se llevara cosas sin pagar.
Esas mañanas, al estar en plena primavera, el olor a tierra mojada venía mezclado con el suave y delicado aroma de las flores del naranjo, árbol que nos regalaba una fresca sombra bajo la cual degustábamos, junto a Pancho, nuestro jarro de leche en el desayuno, antes de que el movimiento en el almacén creciera y solicitara nuestra presencia. A decir verdad, mi hermano Pancho no era un muchacho muy inteligente, era de esas personas que hablaban todo el tiempo, de esos que en el barrio se los conoce como los “seca boina”; pero no era mal tipo, para nada, sólo se volvía cansador después de un rato. Era muy curioso, siempre tenía algo que contar, algo de qué hablar, y cuando se agotaba su variada lista de temas, sin darse cuenta, o tal vez sabiéndolo, repetía lo que ya había dicho, una y otra vez, sin importarle.
Mis días transcurrían así, rutinarios, jugando con los chicos de la cuadra, entre las pelotas de trapo, las escondidas, la mancha y la rayuela. Hurgábamos por todos lados, curioseábamos entre los asuntos de nuestros hermanos mayores, soñando con aquella adultez tan esperada y los pantalones largos que tanto deseábamos. De por sí, como lo fue siempre, era una lucha constante contra el aburrimiento que nunca tardaba en llegar. “Traten de no estar allí cuando el aburrimiento los alcance”, solía decirnos el Tito, viejo rancio y añejado que vivía al lado de nuestra casa, al vernos sentados ociosos en la vereda durante las eternas tardes siesteras de verano, cuando agotábamos nuestra creatividad inventando juegos que duraban menos que el dinero que jamás alcanzábamos a ahorrar.
Las noches eran el momento donde todos los integrantes de la familia nos veíamos las caras en el transcurso del día. Ver esos rostros cansados después de tanto trabajo me generaba cierta amargura, sobre todo porque sentía que no disfrutaban de ser “grandes”, algo que tanto anhelaba, y de ese modo se arraigaba, contrariamente, ese confuso deseo de no crecer jamás y ser niño por siempre. Cuando mamá cerraba el almacén, sin tomarse ni un descanso, ni siquiera unos minutos para cambiar el aire, se internaba de inmediato en la pequeña y calurosa cocina a preparar la comida para su hambriento ejército de hombres que llegarían al rato a devorarse todo lo que hubiera sobre la mesa. Los diálogos durante la cena no eran para nada profundos ni entretenidos; es más, el que más hablaba era Pancho, al cual le terminaban comiendo su porción de comida por charlatán.
Con respecto a mi padre, puedo decir que era un hombre serio, de esos que pareciera que van transformando la experiencia en pesimismo. A medida que los años iban pasando su seriedad se petrificaba más en su cara, eternizándose; a tal punto que la arruga que atravesaba horizontalmente su frente ya parecía un surco de lo profunda y marcada que estaba. Mi relación con él no era muy fluida, tal vez por ser el menor, tal vez porque aun no era mi tiempo de ir a la carpintería, no lo se; pero no era algo que me tuviera muy preocupado. Siempre las cosas habían sido así, y eso me tranquilizaba.
De repente, perdido entre los días de una semana cualquiera, y sin que me diera cuenta, pasó eso que inevitablemente sucedería: el olor a tierra mojada llegaba desde el patio aquella mañana, mientras escuchaba a mamá atender el almacén, y yo me despertaba como de costumbre, pero esta vez las cosas habrían de cambiar un poco. Al levantarme del catre me percaté de que Pancho, como se lo habían advertido tiempo atrás, partió a la carpintería junto a mi padre, el Pedro, el José y el Rolo. Era una situación bastante extraña sentir que todo el mundo crecía, se hacía adulto, comenzaba a ir a la carpintería, y uno se tenía que quedar en la casa porque “todavía es un niño”. Aquella mañana, tomar el jarro de leche bajo el naranjo, en el desayuno, sin el relato fatigante del Pancho, fue ameno, aunque tengo que admitir que, al menos por un instante, me sentí en soledad. Puede sonar algo pedante aquel pensamiento, lo sé; es feo quejarse de que no haya nada de qué quejarse, llega a transformarse en una actitud un tanto miserable, pero no me importaba, si para el mundo aún era un niño, pues sería un niño caprichoso, entonces.
A partir de aquella trágica mañana, de la que continuaron muchas demasiado parecidas, por no decir iguales; se instaló en mí una duda que hizo que me pregunte, a la vez, porqué no me lo había preguntado antes. Se trataba del pequeño taller de carpintería. Todos hablaban de él, en mi casa todos trabajaban ahí, incluso hasta el Tito, mi vecino, solía hablar de la carpintería, ya que frecuentemente iba a trabajar también allí; sin embargo, a pesar de ello, yo no la conocía. Ni siquiera tenía idea de donde quedaba aquel anónimo lugar del cual volvían por la noche todos agotados. Tan cansados regresaban al hogar que el pequeño Pancho ya ni hablaba, simplemente devoraba su porción de alimento y se marchaba a dormir. Comencé a darme cuenta de que estaban como mecanizados, como si fuesen marionetas que se desplazaban de un lugar a otro sin siquiera decir algo, como fantasmas.
De esta manera, carcomido por esa duda, mis días comenzaron a pasar sólo centrados en aquella intriga, y como estuve en el lugar exacto donde el aburrimiento pareció alcanzarme, en un intento altruista de liberarme de él, planeé una visita a la carpintería. No había nada que me interesara más en ese momento que saber lo que ocurría allí, conocer el lugar donde tendría que en un par de años, y a la vez, poder hacer algo con todo ese tiempo que me sobraba, y que por momentos convertía mis eternas tardes en siglos.
Fue así que aquel próximo amanecer dejé intencionalmente uno de los jarros de lata que usaba para desayunar al lado del catre de Pancho, para que al levantarse, conociendo su desmedida torpeza, lo tumbe y, de ese modo, despertarme al mismo tiempo que ellos. El ruido que hizo ese destartalado jarro después de la descuidada patada que le dio el bruto de mi hermano, no solo me despertó a mí, sino que estoy seguro que hasta el mismísimo Tito lo escuchó. Suspicazmente, y previendo todo, la noche anterior me había acostado vestido; así que, inmediatamente, cuando salieron rumbo al trabajo, los seguí de manera sigilosa, procurando que no me sorprendan durante el camino. Marchaban tan dormidos, sin haberse repuesto del agotamiento del día anterior, que jamás podrían haberse enterado de mi presencia. El camino era largo, por lo menos para mí que sólo estaba acostumbrado a llegar hasta la esquina, y donde, a partir de ahí, empezaba el mundo de lo desconocido. Cruzamos la estación de tren, el correo y la iglesia, hasta que por fin los vi entrar al que, aparentemente, era el lugar. Se trataba de un pequeño galpón, rodeado de tablas de madera y aserrín, que desde afuera, a decir verdad, y si no fuera por los tablones, no parecía una carpintería. Esperé un rato allí en la esquina, estudiando atentamente los movimientos, viendo los carros ir y venir, paseándose despreocupados a esas horas de la mañana. Estaba un poco asustado, no sólo porque jamás había andado solo dando vueltas por la ciudad, sino porque sabía que si me descubrían mi padre se enojaría mucho, incluso más que de costumbre, y esa terrible arruga que de por sí me ponía nervioso, se haría tan intensa que podría llegar a explotarle la cabeza. De todas maneras, y a pesar de eso, puedo decir que mucho no me importaba, estaba decidido a quitarme todas las dudas aunque se dieran cuenta de que allí estaba, y eso lo estaba demostrando.
Luego de un tiempo que consideré prudente esperar, me acerqué lentamente hacia una de las pequeñas ventanas que adornaban las gastadas paredes de adobe del viejo y sucio taller, y espié hacia adentro. No pude ver absolutamente nada, había tanto polvillo seco, quién sabe de cuando, pegado en el vidrio, que me fue imposible mirar hacia el interior. Entonces, multiplicada mi curiosidad, y con mucho cuidado, me dirigí hasta la destartalada tabla que hacía de puerta, y entré en puntas de pie a la misteriosa carpintería.
Allí, lo primero que visualicé fueron las herramientas sobre unos enormes bancos amurados al suelo; y todas las superficies y objetos cubiertos con aserrín. El olor a madera era muy intenso, y hasta delicioso por un momento, aunque, luego de un rato, se volviera un poco empalagoso. Di un par de vueltas por el lugar, curioseé por todos los rincones, sin encontrar a nadie, no estaban ni mi padre ni ninguno de mis hermanos. Tampoco quería hacer muy ruido ni tocar nada, porque, por supuesto, no pretendía que sepan que estaba allí. Vi, sobre uno de los costados, un enorme armario, al cual me acerqué, y al abrirlo, encontré muchas más herramientas y utensilios que seguramente utilizaban en el oficio. Estaban todas las cosas desparramadas por todos lados, muebles a medio terminar, como si hubiesen estado trabajando y, de un segundo a otro, dejaron las cosas sobre los bancos y se marcharon. Es más, el mango del serrucho todavía estaba tibio. La situación comenzó a preocuparme un poco con el paso del tiempo, y la intranquilidad por ser descubierto allí comenzó a desaparecer. Estaba seguro que los había visto entrar al galpón, y contrariamente a ello, no se encontraban ahí.
Un poco ansioso, tal vez, dudando sobro qué hacer, si volver a casa o esperar un rato más allí; me senté en un pequeño banquillo, y me quedé un rato así, observando un trozo de madera que había encontrado en el piso, mezclado entre otros, que a pesar de su forma de retazo, de sobrante, me llamaba la atención. Lo miré un largo rato intentando descifrar qué podía llegar a retratar su figura y, cuando ya comenzaba a aburrirme y estaba a punto de marcharme, escuché una carcajada bastante cargosa y un grupo de risas que, al instante, la acompañaron en forma de coro. “¿De donde viene aquel murmullo?”, me pregunté enseguida. Revisé debajo de los enormes bancos de trabajo, me asomé hacia fuera, pero no había nadie en ningún lado. Seguí husmeando, curioso, y así fue que encontré, tapada por el polvo que inundaba todo allí adentro, una pequeña puerta en el suelo, medio escondida, al costado del enorme mueble en el que se guardaban las herramientas, como si fuese una especie de recoveco oculto que conducía a un supuesto sótano. Al principio tuve un poco de miedo, pero a esa altura, nada era suficiente para acobardarme. Por lo tanto, valientemente la abrí, despacio, con cuidado, y descendí la tenebrosa escalerilla sin barandas que me llevó a un oscuro pasillo subterráneo, el cual se extendía unos cuantos metros, y en su pared final me mostraba otra puerta. Sin dudarlo, y con pasos largos pero lentos, atravesé el angosto pasadizo, teniendo cuidado de no tocar las paredes, y a medida que avanzaba, escuchaba más cerca y fuerte lo que antes eran risas y ahora voces que murmuraban, sin entender bien lo que decían.
De golpe, la duda me invadió. Si. Esa maldita duda que llega en el momento menos indicado, cuando uno está a mitad de camino. Me encontraba frente a esa puerta que pedía a gritos que la abra, a oscuras, agitado, y escuchando las voces que cuchicheaban del otro lado. Levanté mi mano derecha de manera un tanto insegura y tomé el frío picaporte redondo de bronce que, como si fuera un imán, no me dejó soltarlo. Aguardé unos minutos así y, lentamente, lo giré tirando, con un poco de fuerza, hacia mí, mientras la enigmática puerta se abría suavemente, permitiendo que unos perezosos rayos de luz golpearan contra mis ojos. Una tenue claridad roja iluminaba la habitación que continuaba al estrecho pasadizo del cual la portezuela me separaba ahora. Di unos pasitos temblorosos, asomándome silenciosamente, y allí, por fin, los encontré. Había una larga mesa de una forma un tanto rara, adornada con firuletes en las puntas, como si fuera de un estilo gótico o algo así; rodeada con sillas de respaldo alto, de forma similar. Allí estaban sentados mis hermanos, mi padre, y, en la punta de la misma, un anciano que nunca antes había visto. Parecían charlar distendidos, riendo de a ratos, mientras bebían algo en unos copones inmensos, un líquido rojizo que, de primer impresión, me pareció que podía tratarse de vino tinto.
Estuve a punto de marcharme, a esa altura había curioseado y visto mucho más de lo que pretendía, teniendo en cuenta que mi intención era solo conocer la carpintería; pero, movido por la adrenalina, no lo hice. Sigilosamente me escabullí entre unos enormes cajones que descansaban en los laterales del cuarto, intentando acercarme para ver de cerca al desconocido hombre que presidía la reunión, y además, escuchar de que hablaban tan entretenidos. Fue así que, en un intento excesivo y desmedido de acercarme lo más posible a la mesa, me llevé por delante una especie de vara de hierro que estaba apoyada en una de las paredes, y no tardé en ser descubierto. Me arrepentí tanto de no haberme ido antes, que la sensación es intransmisible: ya era demasiado tarde, no había forma de volver atrás.
Cuando mi padre me vio ahí parado, inmóvil, petrificado como cualquiera que es descubierto en una situación prohibida, hizo exactamente lo mismo. Se quedó boquiabierto, sorprendido por mi inesperada presencia en aquel depósito subterráneo, y no dijo palabra alguna. Mis hermanos, al igual que él, me miraron serios, atónitos, sosteniendo sus copones llenos de la enigmática sustancia roja. A su vez, el viejo, mostrando su molestia en la furiosa mirada que me dirigió, apenas movió la cabeza contrayendo filosamente sus gruesas y canosas cejas. Ahora que lo veía bien, completamente vestido de blanco, pude observar que estaba lleno de cadenas doradas en sus muñecas, mientras le colgaban de ellas unas piedras muy brillantes, del mismo modo que en su cuello, donde los grandes eslabones caían hasta su estómago. Era extremadamente tenebrosa toda la escena, por lo que, abandonando mi rudeza, empecé a llorar despacio, mientras la angustia me mordía la garganta y las tímidas lágrimas rodaban por mis mejillas como una especie de súplica.
Permanecí un instante allí siendo el blanco de sus sorprendidas miradas y, sin recibir ninguna orden ni mandato, de inmediato, mis hermanos y mi padre se acercaron a mí. Ilusamente abrí mis brazos, tranquilizándome un poco, buscando un abrazo como símbolo de disculpas, pero no pasó nada de eso, sino que, entre los cinco, me tomaron y me arrastraron a una especie de jaula donde me encerraron. Mis gritos y mis pedidos de piedad no fueron suficientes para ablandar sus corazones. Sabía que había cometido un error, una travesura, pero jamás pensé que podría ser para tanto. No entendía que sucedía, el viejo reía con mucho sarcasmo, soltando carcajadas monstruosas que lo único que hacían eran estremecerme y asustarme más todavía. Y en ese momento fue que pasó lo que jamás esperé, algo que nunca pensé que podría llegar a suceder, pero que le daba sentido a todo lo que había ocurrido desde que entré a ese lugar. El anciano tomó una especie de bastón, se puso de pié, y se acercó lentamente, con un movimiento jadeante, hasta la jaula donde me tenían prisionero; cerró los ojos y, levantando sus arrugadas manos, comenzó a hablar en un idioma extraño. Un viento salvaje irrumpió en el lugar, arrastrando todo, como si fuera una especie huracán, y unas alas de gárgola empezaron a salirle de la espalda mientras unos cuernos negros brotaban de su mollera. Luego de la horrible metamorfosis, el viejo ya no era un moribundo hombre con problemas para caminar, sino que ahora era el mismísimo demonio. Estaba ahí, delante de mí, con su macabra dentadura punzante y sus ojos enrojecidos, penetrantes. A su vez, mi padre y los demás, lucían, detrás de él, unas túnicas negras con unas capuchas gigantes que apenas permitían que se vieran sus rostros. De a poco comenzaba a entenderlo todo: mi familia era un grupo de gente que practicaba la magia negra, utilizando la carpintería como fachada de su terrible actividad. Mientras todo eso pasaba, yo no podía dejar de pensar qué harían conmigo ¿Me matarían? ¿Me sacrificarían? ¿Me transformarían en uno de ellos? No lo sabía, pero estaba aterrado.
A continuación, el diablo abrió la jaula y me hizo señas de que saliera. Obedecí sin vacilar, abandonando la celda despacio y asustado. En ese momento recordé que, en una de las charlas que ocupaban mis tardes de ocio junto a mi amigos, uno de ellos había dicho que si el diablo le besa la frente a un niño lo convierte en un ángel negro, al cual usará luego para cometer todas sus fechorías y crímenes en la tierra. Fue así, como me lo habían contado, que Lucifer tomó mi cabeza con sus garrudas manos y acercó sus escalofriantes labios para apoyarlos en mi frente. Observé, mientras tanto, que uno de mis hermanos ya tenía entre sus brazos una pequeña túnica, que seguramente estaría destinada para mí. Era el destino familiar, tal vez. Sin embargo, y a pesar de los intentos de lo esperado, el destino me tenía una última y verdadera sorpresa. Antes de que el demonio me besara finalmente la frente, un olor a tierra mojada inundó la habitación, del mismo modo que solía ocurrir en las mañanas, y una luz blanca resplandeció encandilando a todos, incluso a mí mismo, materializándose, allí, una mujer. No pude verla bien al principio, ya que quedé cegado por la brillante luminosidad con la que nos destelló a todos. Era una mujer rubia, con una sonrisa fresca y unos ojos verdosos que, al mirarlos, uno se sentía acariciado por la brisa del mar en otoño. Pude sentir como me relajaba, me distendía, a pesar de estar tomado todavía por las garras del diablo. No hizo falta que dijera nada, suspiró un par de veces, sonrió e hizo unos pases mágicos en el aire con sus manos, e inmediatamente comenzaron a brotar flores de diversos colores, y bellas plantas, del suelo y las paredes. Todo se llenaba de verde, de aromas dulces y embelesadoras fragancias florales. Fue muy hermoso esto último, experimenté una falta de preocupación tan radiante que me fue inevitable no hundirme en un profundo y extasiante sueño, como si flotara en el cielo, sobre las nubes, deslizándome entre locos arcoiris y el aroma del naranjo que, inmutable, me espera siempre en el patio de mi casa.
El olor a tierra mojada venía desde el fondo del patio mientras escuchaba a mamá trabajar en el almacén, invadía el pasillo y llegaba a mi modesta habitación. Experimentaba esa mágica sensación que la cotidianeidad no se resignaba a dejar de regalarme y, conociendo de qué se trataba la cosa ahora, sonreí acurrucado, hecho un bollo, entre las mantas, en la cama. Mi hada madrina estuvo siempre conmigo, desde el primer momento. No podía menos que reventar de felicidad. Descubrí que sólo se trata de buscarla, porque siempre está, en un perfume, en una canción, en un sabor, o en cualquiera de las cosas sencillas de la vida. Esa mañana tomé mi jarro de leche bajo el naranjo, como lo hacía siempre, y me fui a jugar a la pelota con mis amigos de la cuadra, tranquilo. Ya no tenía de que preocuparme, el destino todavía tenía que ser escrito.

(Dedicado a mi Hada Madrina. Todos tenemos una por ahí).