sábado, 31 de julio de 2010

Déjà Vu

(Una historia que ya había sido escrita)

Fue todo muy “loco”. Todavía retengo esa insidiosa sensación que me produjo el fenómeno, sin saber todavía si fue real o, en verdad, todo lo inventó mi mente. Quedé helado, y no sólo por el frío que hacía, sino también por el efecto de la sorpresa que la realidad me presentaba frente a los ojos, pegándome en la cara a puño cerrado, agresivamente, sin piedades. No podía dejar de preguntarme “¿Qué había pasado precisamente en ese momento?”, intentando reconstruir los hechos en mi consciencia, y fracasando en cada prueba, en cada ensayo. Por lo que me relajé, sentado allí, en aquel banco de plaza carcomido por el paso de los años, encendí un pucho, y me propuse empezar por principio.
La avenida se perdía, a lo largo, en un horizonte demasiado humano, entre los edificios; y yo caminaba rumbo Este mientras el viento frío me soplaba, violento, en el rostro, cuando la vi; si, la vi ahí, perdida entre las letras de un pequeño libro de tapa celeste. Mis manos se helaban, temblorosas, en los bolsillos agujereados de mi vieja y gastada campera a cuadros, a la vez que aquel hermoso sólo de piano mozartiano resonaba en mis oídos, acompañando el paisaje urbano que, loco, chiflado, indomeñable, se levantaba a mi alrededor al estilo de un cuadro fauve. La gente iba y venía, yo me escurría líquidamente entre esos cuerpos avinagrados por las injusticias de sus propias realidades, y ellos me esquivaban como respondiendo a un reflejo filogenético y automático característico del animal de ciudad; así se movía ese microcosmo metropolitano invernal, infernal, de cemento, ruidoso, humeante y devastador.
Como decía, yo caminaba rumbo Este por la vereda de la ancha e imperiosa avenida, cuando la vi. Era hermosa, la muchacha más linda que jamás el ojo humano hubiera podido contemplar alguna vez. Estaba sentada, leyendo, en un viejo banco en la plaza, con su cabello prolijamente peinado y cruzada de piernas, luciendo una fina campera blanca de hilo y un par de botas de cuero. El frío intenso, que la brisa transformaba en cuchillos, penetraba entre los ropajes haciendo que uno se retorciera, impresionado, casi dolorido; y sin embargo ella estaba bastante suelta de ropas sin demostrar malestar por el fresco aire que no cesaba de maltratarme. No miraba nada ni a nadie a su alrededor, estaba totalmente alienada en ese montón de hojitas que sostenía entre sus manos, viajando quién sabe por qué mundo mágico .El librito era una edición de bolsillo de la colección completa de los cuentos de Allan Poe, así que, hundida en el suspenso y el terror, completamente atrapada por las palabras de éste genio, no me vio pasar, así como tampoco vio nada de lo que sucedía cerca de ella. Por el automatismo y la ligereza que toman los pasos de uno en las ciudades grandes, no me detuve, seguí de largo; y, con esa sensación extraña de haber perdido algo, avancé tres cuadras, hasta que la soga me tironeó del cuello y tuve que volver.
Encendí un cigarrillo que, al modo de una pequeña estufa, calefaccionó algunas de las bocanadas de aire al regreso, y volví sobre mis pasos, obnubilado, a ella. Al principio dudé, como algo característico de mi neurosis, no supe bien qué hacer, hasta que tomé coraje y me senté a su lado. Ella ni siquiera se percató de mi presencia allí, seguía metida en ese laberinto literario al modo de un sueño, con sus ojos amielados clavados en el papel, sin parpadear; como si fuera un ritual sagrado observarla ahí, no pude interrumpirla, me dio tanta culpa cortar su lectura que me quedé un rato sin decir nada, alucinando, hasta que por fin la exhorté:
–Hola. Disculpá que te moleste ¿Lees a Poe?
Ella me miró seria, perdida, desorientada, como si hubiese sido arrancada metafísicamente de otro plano: –Si.- me respondió, y luego sonrió mientras echó un vistazo de reojo a la tapa de su texto.
– ¿Qué cuento estas leyendo? A mí me encanta Poe, es uno de mis autores favoritos.- seguí la conversación, amigable, cruzándome de piernas en el frío banco de madera gastada, mientras sacaba otro cigarro y lo prendía con paciencia.
– Estoy leyendo “El poder de las palabras” ¿Lo conocés? Es un diálogo entre Oinos y Agathos ¡Es muy bueno!
– Claro que lo conozco. Es muy lindo cuento… ¿Me prestás el libro?- contesté extendiendo mi mano- Te prepongo un juego: yo te leo en voz alta, y después vos me lees a mí, así hasta terminar el cuento ¿Qué decís?- me quedó mirando algo pensativa, como dudando de este misterioso muchacho charlatán.
– Bueno. Si… me gustó la idea.- dijo, luego, la pecosa muchacha, riendo tímidamente, alcanzándome el pequeño manojo de papeles muy delicadamente.
Tomé el librito con cuidado, lo abrí en la página 350, y empecé a leer. Cada un par de oraciones recitadas, levantaba la vista para observarla, y le sonreía. Ella hundía la profundidad de sus ojos en mí, en silencio, como extasiada por lo que mis labios producían al leer. Y fue en ese momento cuando pasó lo que pasó. Fue tan extraño todo, como si las coordenadas de tiempo y espacio se hubieran distorsionado totalmente, donde esa loca sensación me recorrió todo el cuerpo, súbitamente, de manera violenta, entregándole a mi consciencia la certeza de lo ya vivido.
De manera repentina, la avenida despareció, y el sol ahora nos espiaba detrás de las montañas, el silencio invadía todos los rincones, y un espejado lago se extendía frente a nosotros que, acostados sobre una pequeña costa pedrosa, descansábamos relajados. Era una impresión difícil de olvidar, leyendo así, del mismo modo que como lo hacíamos en el banco de plaza, recitándonos fragmentos de Poe, escuchándonos, deleitándonos ¿Cómo podía ser posible eso? La imagen no se iba, quedaba fijada ahí, inmóvil. Ella, acostada boca arriba, y yo, transversalmente, boca abajo, dejando mi boca descansar cerca de su oído, con un estilo confidencial, exponiendo tiernamente las historias poetianas, fundiéndonos en ese relato a orillas del Lolog.
Me sentí otro, experimenté esa sensación de bienestar impoluto, mientras al mismo tiempo, no podía dejar de creerme un chiflado, y eso me preocupaba. Quedamos mágicamente atrapados en ese Déjà vu, extraviados en ese insight, sin encontrar la forma de volver a las coordenadas temporo-espaciales de las que fuimos desprendidos. Sólo quedamos los dos, y el relato poetiano sonando en el aire, engendrado por nuestros labios, por nuestras lenguas, durante un tiempo bastante largo ¿Fueron meses? ¿Años? No lo sé. Pero fue bastante, al estilo de una primavera eterna, existiendo uno sólo para el otro; aunque no suficiente. De golpe, en un instante, reaparecí en ese banco, sentado allí, solo. Me desesperé, me enojé, sentí el dolor, entristecí, me encolericé, y luego, pude suspirar, resignado. Ella no estaba ahí, a mi lado, ni su perfume de limón, ni sus ojos de miel, ni su librito de tapa celeste. Miré alrededor, quizás se había movido, pero no. La pena, al fin, brotó: ¿Habría estado alguna vez allí, junto a mí?
Así, como quien anda sin rumbo, retomé mi dirección Este, pero sin dirigirme a ningún lado ésta vez, porque la verdad era que ni siquiera sabía donde estaba yendo. Caminé, caminé, y caminé; y me perdí entre esos zombis urbanos, aceptando la miseria que me ofrecían; y fui uno más, un descorazonado, un tipo de ciudad, perdiendo mi alma, como ellos, en un sueño, en una poesía, en una melodía, o en un Déjà vu...

martes, 20 de julio de 2010

¿Será que el tiempo nos vuelve desconfiados?

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¿Será que el tiempo nos vuelve desconfiados?
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Pero ahí están. Siempre. El sol recorta sus siluetas a lo lejos, escucho sus gritos, sus risas, me están llamando; y allá voy yo, esquivando manzanas que, como proyectiles, vienen hacia mí; refugiándome entre árboles manzaneros y perales de alguna chacra vieja.
Después bailamos alrededor de un fuego tímido que quiere hacerse el incontrolable, hecho con palos, ramas secas y cualquier cosa que hubiera por ahí que se pueda quemar. No nos molesta el olor a humo, ni el barro y la mugre, ni nada. Construimos clubes, como edificios de arquitectura fantástica, perfectamente diseñados y levantados sobre cualquier álamo que nos regale una forma perfecta para ello.
Recorriendo la maravillosa “Formosa” como locos, como chiflados, en medio de un griterío, y enredados entre los cables los walkman; jugando a la bolita, y sintiendo la adrenalina de las escondidas hasta horas nocturnas impensadas, sin sentir el frío que hoy seguramente no soportaríamos; descubrimos el humo blanco de nuestra respiración agitada, aliento que se congelaba, que de a poco, con el paso de los años, se fue volviendo humo de tabaco y otras porquerías; y así crecimos juntos.
Y, añejados en la cotidianeidad, nos percatamos que hicimos “mancha con mancha”, y que ya no vale el “¡piedra libre para todos mis compañeros!”. Comenzamos a sentirnos un poco más solos en el desamparo de un mundo que logró que olvidáramos lo verdaderamente importante.
Las distancias fueron dibujando mapas. Ya no estamos en aquella cuadra patagónica y mágica, verde en las primaveras y amarilla en los otoños, que corrimos hasta el cansancio, de esquina a esquina; donde nos caímos, nos golpeamos, nos peleamos, y nos volvimos a amigar, como si nada hubiera pasado. Despacio, pero insistente, detrás de aquellas esquinas misteriosas, la vida levantó cielos que, temerosos, soñamos volar con alas de súper héroe.
Hoy, en tierras litoraleñas, en el ocaso del silencio, en la más putrefacta soledad, escucho el ruido del motor de una heladera que sufre cada vez que quiere arrancar, y el humo de un cigarro a medio terminar, me dibuja viejos recuerdos en el húmedo aire que se pasea por la habitación. Y pienso: “El mundo apesta”.
Sólo sé que daría todo, absolutamente todo, por volver a ser niño, y vivir uno de esos días de verano en mi barrio sureño; donde lo único que importaba era jugar y descubrir qué nos regalaría el día, donde salteábamos el desayuno en el apuro de volvernos a juntar. Y así pasábamos la jornada, aunque únicamente fuera pateando una pelota vieja, o sentados en el cordón de la vereda hasta que caía la noche.
Quizás allí radica la explicación. Simplemente, porque el tiempo no nos dio lo que nos prometió de chicos nos fuimos volviendo desconfiados.
Y sólo pienso en eso, muchachos.
Si hay algo en este misterioso universo que la vida me dio, fue amigos que no tienen precio, amigos que están cerca por más que miles de kilómetros nos separen, porque los llevo en mi corazón. Esas personas a las que puedo pasar meses sin verlas, y que al reencontrarlos sé que nada se perdió, que todo sigue igual que antes, como si hubiese sido ayer que nos vimos, antes de que nuestras mamás nos llamen a cenar.
Si un amigo es una misma alma que habita dos cuerpos, estoy seguro que comparto mi alma con unos seres, y los digo cada vez más convencido, de otro planeta, únicos.
Y así se despidió el profeta, diciendo: “Nunca dejes de mirar hacia el sur, allí está el tesoro, allí están tus amigos”.

A mis amigos.