domingo, 8 de noviembre de 2009

Encefalogato

Llegó desesperada. Era de noche, yo aguardaba en mi consultorio a ese paciente que siempre me pedía el último turno de los miércoles y, como de costumbre, nunca venía. Hacía lo mismo todas las semanas y eso me empezaba a poner intranquilo. Fue justo cuando estaba a punto de fumarme ese último armado, antes de partir hacia mi casa, que ella golpeó la puerta de una manera un tanto violenta. Apena la escuché, me paré instantáneamente y, a paso largo y ligero, me dirigí hacia la entrada. Creyendo que se trataba de aquel muchacho que me dejaba plantado religiosamente, había formulado algunas interpretaciones sobre su problema de asistencia que seguramente tornarían inestable a su fantasma, desequilibrándolo. Pero no, allí estaba ella, parada detrás de ese umbral, mirándome.
Era realmente escalofriante, parecía que venía de otro tiempo. Vestía una especie de manta toda rasgada, su cabello totalmente despeinado, y un aspecto demacrado que dejaba traslucir su falta de aseo e higiene.

-¿Sí…? ¿Qué necesita?- dije sin saber que hacer frente a semejante personaje.
-Ayuda… necesito ayuda, doctor.- me dijo apenas, con un hilo de voz.

Tengo que admitir que tuve miedo. La mujer era bastante joven, pero no parecía indefensa e inofensiva. Y aunque su imagen transmitía mucha agresión a simple vista, sin saber porqué razón, la hice pasar. Se sentó en uno de los sillones, en mi escritorio, y yo del otro lado, frente a ella, me acomodé en mi lugar.

-Bueno, dígame.- me atreví a sugerirle. Ella solo me miraba con esos preciosos ojos perdidos en otra dimensión.

No me decía nada. Permaneció en silencio un rato allí, inmóvil, hasta que, de golpe, gritó:

-Miauuuuu…!!!- apoyando sus manos todas manchadas con pintura seca sobre la superficie de mi escritorio. Yo no podía disimular más mis nervios, tocaba mi barba, cruzaba mis piernas, me acomodaba los anteojos.- me estoy volviendo loca, doctor.- siguió diciéndome, mientras me miraba fijo.-… veo gatos por todas partes, por todos lados, me persiguen, me espían, me roban. Ya estoy cansada de esto… por favor, haga algo!- me suplicó.

Estaba totalmente desquiciada. Realmente me costaba mucho mantenerme objetivo, ya era tarde y esta muchachita necesitaba ser tranquilizada. Yo no estaba en condiciones de poder hacer absolutamente nada. Tenía que irse y volver en otro momento, de otra manera.

-Lo lamente mucho, señorita.- le contesté poniéndome de pie e invitándola a que se fuera.- ya es muy tarde, yo no puedo ayudarla ahora, me estaba yendo a mi casa. Le voy a pedir que se fuera y que, por favor, venga en otro momento… yo ahora le doy un turno para otro día…
-No, doctor…- me rogó mientras maullaba de manera desenfrenada.-… ayúdeme. Yo sé que usted puede hacerlo!
-Pero…- intenté insistir.
-Yo soy artista plástica…- me interrumpió.- Durante muchísimo tiempo fui reconocida en ese ambiente por mis obras, pero desde hace algunos años toda mi creatividad se vio reducida a la figura de los gatos.- empezó a contarme impaciente, aun en contra de mi voluntad de escucharla. Tuve que sentarme, iba a esperar que sola decidiera irse. Era escalofriante oírla, ya que mientras hablaba, entre frase y frase, se le colaba algún que otro “miau”.- Esculturas, cuadros y dibujos con forma de gatos son las únicas cosas que puedo hacer…, y que de hecho hago casi compulsivamente… no puedo parar.

No pude evitar sentirme interesado por lo que me contaba. Padecía de ideas obsesivas y compulsiones que dominaban su vida. Tenía a los gatos metidos en la cabeza, y no podía sacarlos allí. Evidentemente esto le traía muchos problemas, fundamentalmente en relación a su desempeño artístico. Así que seguí:

-¿Recuerda exactamente el momento en que esto comenzó a sucederle?- le pregunté.
-Si!- me dijo.- fue una tarde cuando…- y en ese momento se interrumpió su discurso. Se tomó la cabeza con las mugrientas manos mientras su cara gesticulaba un desmesurado dolor.

Me había quedado callado una vez más. Sólo la observaba, y ella se retorcía sobre el sillón de cuero mientras maullaba como una gata rabiosa. De repente se paró y, de una manera descontrolada, se abalanzó sobre mi inmensa biblioteca y comenzó a golpearse la cabeza contra los estantes. Intenté sujetarla pero no pude, estaba frenética. Inmediatamente se tiró al suelo, comenzó a revolcarse, y la sangre le brotaba a borbotones de los cortes y lastimaduras que se había producido. Odiosa, fuera de sí, se presionaba el cráneo con la punta de los dedos mientras alternaba con golpes en el piso y gritaba. Su desquicia iba creciendo, se ponía cada vez más violenta, hasta que por fin terminó su crisis. Llegando a un punto máximo de tensión, después vino el silencio.
Dio, con su cabeza, un golpe seco, fuerte, potente, contra el parquet, y la tapa de su cráneo se desprendió, rodando hasta donde yo estaba, chocando contra uno de mis zapatos. Ya, a esa altura, no entendía nada de lo que había sucedido. Estaba muerta, ahí, en mi consultorio, donde trabajaba hacía años. Me acerqué al cuerpo con un poco de miedo, y asco por sobre todas las cosas. Algo se movía, pero no sabía qué era. Para sorpresa mía, despacio, lentamente y un poco asfixiados, salieron de su cavidad encefálica, de su caja craneal, y cubiertos con un poco de materia gris, uno pequeños gatos color negro. Avanzaron apenas y se quedaron quietos acostado sobre el suelo, mientras maullaban tiernamente.
Los tomé en mis manos. Estaban hambrientos, así que fui a la cocina y busqué un poco de leche. Después de un rato de pensar y pensar, lo legré. Había comprendido todo, por fin. Freud habló mucho de ello. La terapia fue corta, pero eficaz: ella logró sacarse los gatos de la cabeza.

viernes, 6 de noviembre de 2009

A kilómetros de distancia

Morir lentamente en tus brazos
bailando abrazados aquella canción.
Quemándome se marca en mi pecho,
a fuego, el contorno de mi corazón.

Quiero regalarte mis labios
en sábanas sucias, con olor a piel.
Encontrarte a mi lado dormida,
como esta poesía sobre este papel.

Pon tu boca sobre la mía
y deja que mi lengua te hable de amor.
Contenta, la rosa que engalana
viste de fiesta, con su mejor color.

Y las vírgenes se suicidan.
Celosas, lloran, no lo pueden creer.
Tristes, no entienden como es posible
tanta belleza en una sola mujer.

A kilómetros de distancia,
escribo, mis letras solo hablan de vos.
Y espero con ansias el momento
en que volvamos a estar juntos los dos.